miércoles, 30 de diciembre de 2015

C.P.E. Bach: Concerto for 2 Harpsichords and Orchestra in F major Wq 46; H 408

El manuscrito reza Concerto a 2 Cemb. 2 Viol. Viola e Basso. da me CPE Bach. 1740, el año de su aplicación formal como clavecinista en la corte prusiana, aun cuando ya pertenecía de hecho a su servicio. El concierto (en Fa mayor, H. 408, Wq. 46) parte de la concepción paterna del género (el clavecinista como líder, liberado del continuo, asume un lugar prominente al frente de la orquesta en vez de estar sepultado en ella) pero muestra como, a los 26 años, Carl Philipp Emanuel ha encontrado su propio camino: Una imaginativa heterodoxia de secciones intercaladas en tempi contrastantes y cambios abruptos de carácter, formulación temática y tratamiento orquestal, así como en la organización de los solos, donde hay audaces progresiones armónicas y efectos sorpresivos. Las repentinas disyuntivas emocionales, como elementos (controladamente) aleatorios a lo Stockhausen, van aparejando el drama retórico sobre la armadura musical. CPE cita la presión clientelar como clave del porqué en su postrero (1753) Ensayo sobre el verdadero arte de interpretar los instrumentos de tecla: “El público demanda que prácticamente cada idea sea constantemente alterada, algunas veces sin pensar si la estructura de la obra permite tal alteración”. 

Sus 3 movimientos están construidos en la tradicional (vivaldiana, torelliana, tartiniana) alternancia de tutti y solo: el ritornello anunciado por la orquesta (un tema fácilmente reconocible y armónicamente estable que proporciona unidad y estructura), permutando con digresiones y expansiones individuales (y tonalmente aventuradas, que crecen, se asocian y dialogan natural y espontánamente) por parte de los solistas:

I Allegro: Sin embargo, alejándose de la sombra paterna, CPE diferencia las secciones del ritornello tanto como le es posible: Si en los compases 1-8 barrunta la fanfarria jovial, del 9 al 16 torna melancólico; en los cc. 17-24 comienza feliz para hacerse meditativo, y del 25 al 38 intenta reconciliar todos estos cambios de Affekt. Después de esta exposición inicial el desarrollo pasa del tutti al solo, que adquiere el dominio en longitud e importancia formal, siempre con inserciones y activa participación del tutti. La paridad de los dos teclados se establece desde el principio, repitiendo, completando y complementando los temas, mas siempre preservando la independencia de cada clave. Para aquellos enfermos dispuestos a enfrentarse a la endiablada caligrafía de CPE articulo el movimiento por compases: Tutti I Exposición (cc. 1-38), Solo I Exposición (cc. 39-93), Tutti II Codetta (cc. 93-124), Solo II Desarrollo (cc. 125-194), Tutti III Recapitulación (cc. 194-216), Solo III Recapitulación (cc. 216-289), Tutti IV Coda (cc. 289-304).

II Largo e con sordino: Modulando sombríamente a menor, CPE recoje, ahora sí, la vieja práctica del tema compartido por ritornello y solo, y experimenta con ella en una extraordinariamente bella, calma y noble fantasía. Además de las abundantes peticiones dinámicas y articulatorias, los solistas son invitados (o más bien coaccionados por la pluma) a ornamentar con delirio sus imitaciones y diálogos, y una improvisada cadenza cierra este maravilloso movimiento, en el que, olvidando al compositor galante, CPE empuja al oyente a atreverse por cromáticas armonías, operáticas dudas, interrupciones y suspiros: Tutti I Exposición (cc. 1-23), Solo I Exposición (cc. 24-59), Tutti II Desarrollo (cc. 59-74), Solo II (más Tutti) Desarrollo (cc. 74-109) y Recapitulación (cc. 110-132), Cadencia, Tutti III Coda (cc. 133-145).

III Allegro assai: Jubiloso retorno a Fa mayor, con los dos claves ornamentando y apoyando la orquesta en el tema compartido, requeridos de la más intimidatoria virtuosidad. De nuevo el tutti hace repetidas incursiones en las secciones solo, y de nuevo tenemos presentimientos de una rudimentaria forma sonata (en la que la recapitulación es utilizada como una oportunidad para un postrero desarrollo): Tutti I Exposición (cc. 1-24), Solo I Exposición II (cc. 24-86), Tutti II Codetta (cc. 86-109), Solo II Desarrollo y Recapitulación (cc. 109-216), Tutti III Coda (cc. 217-240).

La singularidad de la obra, que consolida el proceso de vanguardia que fusiona los estilos francés e italiano (la gran obsesión de Johann Sebastian), sugiere que su composición se debió a una ocasión especial (desconocida) y no al cultivo del género per se. La conservación de dos diferentes conjuntos de particellas indica que la obra se interpretó al menos en dos oportunidades distintas, la segunda añadiendo dos trompas (y posiblemente una orquesta expandida) que dan colorido tonal y soporte armónico, ya que CPE raramente consideraba una obra concluida, revisándola frecuentemente (véanse las tachaduras y enmiendas de la partitura manuscrita).












La primera grabación de la obra se encuentra en un LP Westminster intitulado Sons of Bach y cuenta como solistas a Veyron-Lacroix (piano), Dreyfus (clave) y la Saar Chamber Orchestra, todos ellos dirigidos por Karl Ristenpart en 1963. Desgraciadamente ocupa un lugar prominente en la lista Mis inencontrables favoritos. Lanzada esta petición al océano nos ocupamos de...

La concepción bachiana de primera generación del concierto barroco por parte del Collegium Aureum conlleva un sonido severo, tempi parsimoniosos y caso omiso de las marcaciones dinámicas. Los solistas (Gustav Leonhardt y Alan Curtis) están escasamente separados, tanto espacial como tonalmente. Parco clave al continuo, sutil en el assai, arropado por unas cuerdas de tímbrica ácida (5.4.3.3). Quizás por romper (por saberlo inalcanzable) con el riguroso desarrollo contrapuntístico de su progenitor y maestro (“Mi único profesor de composición y clave fue mi padre”) las cadenzas de Carl Philipp Emanuel son imprecisas, ambiguas, de indeterminada longitud; en este caso la cadenza es minúscula y se acompaña de un decimonónico ritardandi en los compases finales. Grabación apelmazada (DHM, 1965) que no hace justicia a la obra: No podemos (no debemos) considerarle como una figura de transición entre la sequedad barroca de su padre y el clasicismo consiguiente; CPE es el máximo exponente de la expresividad a ultranza del movimiento Emfindsamkeit.





Desde su aparición a mediados de los 70 Musica Antiqua Köln supuso una referencia revolucionaria. El activista Reinhardt Goebel incurre en tempi intrépidos y arrolladores, dictando la precisión de los incisivos ataques y la articulación angulosa, diferenciando ejemplarmente staccatto de legato, acentuando las dinámicas. Coherente y activa presencia del clave al continuo, presto a incendiar el discurso de las cuerdas (5.4.3.2 y 2 violones). Lento y doloroso, el segundo movimiento obtiene en la mente de Goebel una suerte de lamento trágico, donde las pausas adquieren un sentido desgarrador. La intensificación expresiva por los motivos en tritono (en pianissimo) y los acordes disonantes en segunda (en forte) debieron sonar inusualmente experimentales a los contemporáneos.  Desbordante juego rítmico en el assai, donde el continuo logra un férreo crescendo al fortissimo doblando acordes consonantes a cuatro manos y a la vez cambiando de registro (cc. 139-147), singular técnica descrita por CPE en su Tratado. El documento se redondea con una toma sonora excelente, de equilibrada definición de planos y texturas, y amplitud espacial en la situación antifonal de los solistas (Andreas Staier y Robert Hill), de timbres perfectamente contrastantes e inatacable compenetración (Archiv, 1985).





En la línea conceptual leonhardtiana, la edición de Erato en 1986 muestra los solistas (Ton Koopman y su pareja Tini Mathot) en una discreta situación antifonal que sugiere la conversación entre ambos, aunque su timbre sea parejo, con una circunspecta aportación al continuo. Las cuerdas de la Amsterdam Baroque Orchestra (4.4.1.3 y un contrabajo) contaban por aquel entonces con nombres ilustres como Monica Huggett, Pavlo Beznosiuk o Roy Goodman. La sustitución en el Largo del fulgor del clave por el apoyo sombrío de trompa a las cuerdas graves profetiza una expresividad romántica, favorecida por la impredecibilidad en los tormentosos cambios agógicos, si bien los contrastes dinámicos no son muy acusados. El siempre personalísimo en su afán ornamental Koopman respeta aquí la ya cargada partitura, quedándose corto respecto a la versión anterior. Por desgracia tanto el Allegro como el assai vagan lentos, desangelados.





La Akademie für alte Musik Berlin (4.3.2.2 y un contrabajo) retoma el atormentado nerviosismo goebeliano, a ritmo de trepidante galope. Continuo afrancesado de gran riqueza, arpegiando con desasosiego en el Largo, donde el contraste de las dinámicas lleva al cúlmen la emergente expresividad. Grabación de gran presencia e inmediatez de los solistas Christine Schornsheim y Raphael Alpermann, medianamente contrastados en su color tímbrico y con el respaldo de un espontáneo fagot que se hace notar con espíritu burlón en el primer movimiento, amenazador en el segundo y haendeliano en el tercero (Berlin Classics, 1991).





Aunque en sus últimos años CPE (1714-1788) poseía un fortepiano “de roble, con un atractivo sonido” para el que compuso numerosas obras, todavía en la introducción a la segunda parte de su Tratado (1762) se muestra escéptico por sus deficiencias técnicas y calidad tímbrica, si bien precisaba ”el nuevo fortepiano, si está bien construido, tiene ventajosas cualidades, aunque requiere de arduo estudio para manejarlo”. Obviando  que la elección de los teclados contradice al autor, el siguiente registro logra crear una anacrónica ilusión de espíritu revolucionario con medio siglo de adelanto: Manfred Huss argumenta en las notas que Frederico II adquirió alrededor de 1740 varios fortepianos construidos por el organero Silbermann, y que estas nuevas sonoridades en la corte prusiana fueron el detonante de la composición del progresivo CPE. Alexei Lubimov y Yury Martynov, fortepianos de hacia 1780, y la Haydn Sinfonietta Wien (7.6.3.3 y dos contrabajos, siendo el concertino nada menos que Simon Standage) suponen una vuelta al orden después del anterior desmelene dinámico, rítmico y de acentuación, aunque el moderado carrusel de intensidades y  variaciones agógicas otorgan personalidad a los cambios de humor. Fraseo curvilíneo y refinado, color instrumental distinguido, texturas epicúreas (con trompas oscureciendo el Largo). El tutti aparece poco definido y confuso, no así los primigenios solistas, bien contrastados en color y situación en la toma sonora (BIS, 2006).





En 2013 llegó la largamente esperada conclusión (Volumen 20) de la concertística y filantrópica integral realizada por BIS. El así llamado Concerto Armonico Budapest es en realidad un minúsculo conjunto de cámara (3.2.1.1, más un contrabajo) agrandado por la resonante grabación. El estilo festivo es reforzado por la brillantez del sonido de los claves (Miklós Spányi y Cristiano Holtz), bien situados, pero, ay, el problema llega en los plomizos tempi elegidos, que dragan el afrancesado ritmo pointeé del allegro, perjudican al largo (curiosamente dos minutos más corto que el de Goebel), y desprecian el requerido allegro del tercero. En el Largo, elige variaciones de registro en el clave continuo -siempre una preocupación primordial para CPE- para ilustrar los cambios de carácter en el discurso sonoro; además, la textura se adelgaza, ya que, aparte de la sordina solicitada, las trompas no aparecen en este movimiento. Anticuada blandura uniformizante de las marcaciones dinámicas.





El círculo se cierra con la trasposición del concierto a los pianos modernos de Michael Rische y Rainer Maria Klaas, de toque ligero e íntimo, evitando presionar el pedal. La hasta ahora inaudita utilización de dichos instrumentos (y su complemento en las cuerdas de la Kammersymphonie Leipzig, 4.4.2.2 y un contrabajo) no implica que su articulación y ataque templen o suavicen el nervioso contraste que anima la música. Así, el Allegro es un intercambio dinámico juguetón, y el ritmo del assai es chispeante con toda la elegancia de una corte rococó. Sorprende que en el Largo se elimine inexplicablemente la entrada de violines y violas en el Solo I (cc. 31-32). Graves profundos y poderosos, y separación espacialmente curiosa (arriba-abajo en vez de derecha-izquierda) y escasamente tímbrica de los teclados, que se superponen y amalganan en ocasiones (Hänssler, 2013).





sábado, 12 de diciembre de 2015

Haydn: Die Schöpfung / The Creation

Franz Joseph Haydn asistió en 1791 a la representación (colosal, con más de mil intérpretes) del Messiah en Westminster Abbey. Durante el Hallelujah rompió en sollozos, proclamando: “Haendel es el maestro de todos nosotros”. Así nació la idea de componer un oratorio de similar tema bíblico, capaz de crear un manifiesto de identidad cultural y patriótica austriaca.

Die Schöpfung (1797) no solo supuso la cima triunfal a la media centuria compositiva de Haydn, sino también a la gloriosa aventura del Clasicismo Vienés: con su evocación de un universo racional y benevolente, La Creación se alinea con la expresión, vital y racionalista, humanista y hasta panteísta del idealismo ilustrado. Pero, sobre todo, su idílico contenido teológico, minimizando conflictos y castigos, testifica y concuerda con la fe optimista y reconciliadora del propio Haydn. 

El libreto bilingüe inglés-alemán (escrito en origen medio siglo antes para el propio Haendel), con los conceptos pastoral y sublime como elementos centrales, posee toda la simplicidad y fuerza lógica de su estructura tripartita, cada sección claramente subdividida en grupos de movimientos que finalizan en coros triunfantes que impulsan todas las fuerzas disponibles: En las primeras dos partes los seis días de Creación son anunciados en recitativo secco por cada uno de los tres arcángeles, Rafael (bajo), Uriel (tenor) y Gabriel (soprano); tras cada acto narrativo de creación (extraido del Génesis) los arcángeles se maravillan en recitativo accompagnato y aria descriptiva, finalizando la jornada con un himno de alabanza. La parte tercera representa la primera mañana en el Edén de la agradecida y amorosa pareja en dos secciones cada una de ellas rematando en coro jubiloso.








El apoyo a los respectivos clásicos locales durante la Guerra impulsó la primera grabación de la obra, que corresponde a un concierto del 28 marzo de 1943 en la Grosser Musikvereinsaal, en el que Clemens Krauss conduce con llevadera facilidad (sin la derivaciones filosóficas de un Furtwängler) a la Wiener Philharmoniker en una visión grandiosa y solemne, con Trude Eipperle (soprano de brillante timbre en toda la tesitura), Julius Patzak (tenor muy expresivo dentro de su tono seco, apurado por momentos), y el viril Georg Hann peleando en los pasajes de bravura (incluso con un aire bufo figariano en el nº 6) como los solistas. En cuanto a los tempi, existe un estudio (Temperley, 1991) que demuestra que los de esta lectura son curiosamente los más ajustados a las marcaciones de metrónomo que realizó Salieri a su partitura de trabajo en 1813. El LongPlay Erato permite atisbar en la lejanía coro (Wiener Staatsopernchor, potente y majestuoso, en general empastado) y orquesta (trompas adecuadamente rústicas), mientras las voces en primer plano poseen presencia y nitidez. A destacar muy negativamente los inoportunos cortes, que quizás en ediciones modernas se soslayen.





Similar en concepto romántico y amplitud germánica a la previa de Markevich y a la venidera de Jochum, el valor de la grabación de Karl Forster se debe por un lado a la sencillez deliberada y conmovedora desde el primer al último compás; y por otro, al nivel de los solistas (dejando a un lado a Josef Traxel, tenor solo pasable por su oscilante entonación): Elisabeth Grümmer, rica en su tímbrica límpida y cálida, y sobre todo por el inimitable Gottlob Frick, verdadero bajo negro (escúchese como desciende con facilidad al terrorífico fa grave en el pianissimo “Du wendest ab” nº 27) que además compartía la visión teológica de la obra. La agradable redondez demodé, además de fusionar coro y orquesta (bendecidos por el clérigo-director), integra la obra en una sola pieza de carácter litúrgico: Forster recordaba a menudo que obtenía su inspiración artística desde la fe. La orquesta Berliner Symphoniker, luminosa, de hálito lírico y transparente, y el coro der St. Hedwig's-Kathedrale Berlin que Forster dirigió durante tres décadas, suenan todavía estupendamente, con presencia y diferenciación de los atriles (Editions de l'Opportun, 1960): Grandes conjuntos, solistas operísticos, vigor expositivo, acusados contrastes, elongaciones y retenciones de tempo, masas sonoras no siempre claras... todo ello excesivo, y también reconfortante.





Además de concitar posiblemente una de las mejores interpretaciones tradicionales con la gravitas que da una orquesta sinfónica completa, sensual y romántica, Herbert von Karajan reunió en el Edén un fabuloso plantel de solistas nativos: Gundula Janowitz (ultraterrena, de inigualada(ble) serenidad cremosa), Walter Berry (excelente Raphael en toda la tesitura), la bella y sencilla autoridad de Fritz Wunderlich (Uriel, completado en sus recitativos a su muerte por el distante Werner Krenn), Dietrich Fischer-Dieskau (solemne, inteligente y heroico Adán con la habitual gama de color y matiz en la pronunciación), y Christa Ludwig, que accedió a completar la breve sección de coloratura para el coro final en una ocasión en que pasó por el estudio a recoger a su marido (Berry). Como ejemplo de su divina comunión elegiremos el trío “Zu dir, O Herr, blickt alles auf” nº 27 con su inusual integración de timbres que transmiten el repliegue del Divino Espíritu. En este lícito empaque sinfónico-coral, de pulso parsimonioso y controlado, la Berliner Philharmoniker recrea un atmosférico Chaos de misteriosa reverencia, cuya lentitud y dinámicas templadas dejan de lado el drama de otras lecturas, si bien la intensidad y exuberancia de los radiantes metales ponen los pelos de punta, como en el allegro azuzado por las trompas que destila los ritmos regulares de una contradanza secular (nº 32). Maciza toma sonora, cálidamente pulimentada, en la que lógicamente la amplia Wiener Singverein suena empañada en su enunciación (DG, 1966). Por poner alguna pega señalemos el deplorable (como en Forster) corte en el singspiel nº 32 (presumiblemente para evitar la peligrosa coloratura), donde los sofisticados Papagenos declaran su amor en una cantinela. Grabaciones como ésta son las que dieron prestigio a von Karajan: el mismo tipo de confianza técnica que todos asociamos con la industria automovilística alemana, eficiente y sin problemas (ejem).

 




Siguiendo con exactitud la famosa representación en la Universidad de Viena en 1808, atendida por un anciano Haydn desde un sillón al frente de la orquesta, Sigiswald Kujiken propone una lectura teatral de pulso tranquilo aunque enérgico. La Petite Bande (55 intérpretes) muestra por vez primera el efecto diáfano y a la vez rudo de los instrumentos antiguos sobre el oratorio haydiniano: la iluminación diferenciadora de los atriles, los profundos timbales, el primitivismo tímbrico de las parejas de los vientos, soberbios. Aliados a los 32 cantantes que integran el Collegium Vocale procuran un inédito sentido de maravilla. Las voces solistas, como casi siempre, son desiguales: Krisztina Laki, de lírico chiaroscuro y radiante pureza en los agudos; Phlippe Huttenlocher, un verdadero bajo de atractiva tímbrica; Neil Mackie, algo timorato y endeble. El sonido de fondo que permea el Chaos se debe no a un fallo técnico sino a la lluvia torrencial caída durante el concierto en el Conservatorio de Lieja del que procede esta grabación (Accent), tan cercana que exagera las inspiraciones de los solistas. El tratamiento de los colores es poco refinado, algo achacable a la escasa experiencia directorial de Kuijken en 1982, pero la expresividad es extraordinaria.





El teclado del continuo permanecía en 1800 en el centro de la orquesta para mantener agrupados y a tempo a los ejecutantes en un periodo con pocos ensayos disponibles. Y por supuesto era requerido además para acompañar en los recitativos secco (aparte de la cuerdas graves). En la fresca lectura de Bruno Weil la audibilidad del fortepiano es ejemplar incluso en el tutti. Otra característica primordial es la relajada euforia, la inocencia en los ritmos, vertiginosos en ocasiones (lo que menoscaba la solemnidad). Una Tafelmusik reducida (45 ejecutantes de luminoso detallismo orquestal, picantes y jocosos los vientos) compensa su íntimo volumen con una amplia reverberación (Sony, 1993). Los solistas, sin la profundidad tonal de los clásicos, son ligeros y flexibles, ornamentando con gusto fermatas y cadenzas: Ann Monoyios (imaginación, dominio vocal y sutileza en su aria a ritmo de siciliana “Nun beut die Flur”, nº 8); Harry Van der Kamp (un bajo con amplia capacidad de matices, justo en los agudos); y Jörg Hering, versátil y apasionado, débil en la parte baja de la tesitura. Weil opta curiosamente por un coro infantil (Toelzer Knabenchor, del que no se ilustra el porqué de su utilización) que impulsa los contrapuntos, si no con cuerpo, si con una dosis extra de entusiasmo y ferocidad. De la nueva edición utilizada resalta un Chaos lóbrego con chocantes metales en sordina y timbales ominosos. 




Las representaciones dirigidas por Haydn anuncian invariablemente solo tres solistas: La soprano canta Eva y Gabriel, el bajo canta Adán y Raphael, y el tenor canta Uriel. Sin embargo, en las representaciones londinenses de la época se anuncian seis solistas. La lectura de John Eliot Gardiner se beneficia de este desdoblamiento de roles: Rodney Gilfry (notable Adán), Donna Brown (franca y directa Eva), Michael Schade (tenor insuficiente y erróneo en su caracterización como Uriel), Gerald Finley (excelente Raphael, realza todo el misterio en su primera intervención “Im Anfange schuf Gott” nº 1), Sylvia McNair (Gabriel argénteo de fluctuante entonación y exagerada timidez –o sea, falta de fiato y poderío–, pero deliciosa en el nº 15 “Auf starkem Fittiche”). Gardiner recrea un enfoque decididamente dramático que se sustenta en la precisión de ataque de las masas instrumentales y corales: escúchese en este sentido la exactitud de las semicorcheas y la claridad del contrapunto en el coro “Stimmt an die Saiten” (nº 10) que cierra el cuarto día, o el coro final de la Parte Primera “Die Himmel erzählen” (nº 13) en el que el impetuoso tempo –de toscaniniana regularidad– va constuyendo una acumulación de entusiasmo vigorizante con una serie de modulaciones que conducen al estallido final en Do mayor, y que quizás soslaye la inocente simplicidad haydiniana. En el monumental cierre de la Parte Segunda “Vollendet ist das große Werk” (nº 28) Gardiner si permite cierta pujanza en el ritmo, y, tras el adagio para vientos a solo, introduce las cuerdas graves al unísono, oscureciendo ominosamente la armonía y presintiendo el momento en que Dios volverá la espalda al Hombre. El virtuoso Monteverdi Choir empasta de maravilla con una definición, seguridad y disciplina que permiten grabar al aguafuerte las texturas de las fugas. Los English Baroque Soloists, soberbios en acentuación y fraseo, son recogidos en una grabación sobresaliente en profundidad, imagen sonora y claridad (Archiv, 1995), aunque la resplandeciente reverberación da una suntuosidad bruñida a la orquesta que no suele ser habitual en grupos historicistas y refleja menor ligereza y diafaneidad textural que la esperada, debido a la atención al detalle instrumental que Gardiner suele perseguir. Y enturbia las fugas corales como la händeliana nº 34 que florece en una breve sección de coloratura para el cuarteto solista antes de la conclusión en unísono.





Thomas Hengelbrock se decanta por el Balthasar-Neumann-Ensemble, un conjunto de cámara (6.5.4.4.2 en cuerdas, muy abrasivas) que evoca incisivamente una presencia rebelde y beethoveniana, y posibilita desentrañar las texturas hasta en sus más nimios detalles: La extravaganza arcádica del Sexto Día (nº 21) con sus disonancias, sus portamenti en las cuerdas, y sus remotas modulaciones. Literal, directo, incluso despiadado en la transmisión del diagnóstico, Hengelbrock esculpe los ritmos con determinación y nitidez, sin la alegre candidez de otras lecturas. La atención leonhardtiana (severa) al significado del texto, rige para la elección de los solistas, de focalizada claridad en el ataque y dicción: Simone Kermes (dulce y sutil Gabriel, escala con aparente desahogo las alturas del do natural sobreagudo en su primera intervención con el coro), Steve Davislim (angélico Uriel), Johannes Mannov (sólido Raphael, con atractivos adornos en nº 6 o nº 21). La pareja primigenia, Dorothee Mields (aniñada Eva) y Locky Chung (juvenil Adán) se muestra tímida en su primer encuentro, medio susurrando la estrofa de apertura del himno nº 30, con su acompañamiento milagroso de economía y colorido, con suave percusión latiendo con el coro (cuasi un falsobordone que anticipa el Benedictus de la Missa Solemnis de Beethoven). El tamaño escueto del Balthasar-Neumann-Chor (28 unidades repartidas 8.7.7.6) vigoriza los movimientos rápidos. Sin ser arropado por cuerdas graves, el fortepiano interviene ténue y sabrosamente en los recitativos. Toma sonora cercana y brillante que explora sin temor las rasposas texturas y las holgadas dinámicas (DHM, 2001).





18 años después de su anterior grabación Harnoncourt regresa al oratorio haydiniano (DHM, 2003). Y lo hace con parecidos parámetros de grandiosidad: El Concentus Musicus Wien, que increíblemente cumple (cumplía) ya media centuria de existencia, responde con riqueza colorística y escrupulosa atención a los pequeños detalles dictados por Harnoncourt, cuyos aditamentos personales (los violentos contrastes, el excéntrico rubato, el puntiagudo fraseo, la rigidez del contrapunto coral) preservan la lectura del apasionamiento de otras versiones: escúchese, por ejemplo, el desolado y yermo Chaos, con los fríos metales rotando lentamente. El trío solista es incluso mejor que el primigenio: Dorothea Röschmann diferencia con compromiso sus roles como Gabriel y Eve; Michael Schade caracteriza a modo liederista un homérico Uriel; y la voz baritonal de Christian Gerhaher proporciona un sesgo enérgico a sus personajes (Raphael, Adam) a costa de la limitada extensión. Harnoncourt concede tiempo para que respire el excelente Arnold Schoenberg Choir, bien contrastado con los solistas, por ejemplo en el nº 30, microcosmos del oratorio, un himno de agradecimiento donde Adán y Eva rememoran cada elemento de la Creación, mientras los ángeles alaban al final de cada sección estrófica. Un fortepiano creativo y prominente persigue los cuidados recitativos. Grabación en vivo, atmosférica, equilibrada y definida, con pequeños ruidos del público. 





La frescura minimalista de René Jacobs consigue impregnar los atriles de colorido y vibrantes texturas como en el escalofriante Chaos: armónicamente audaz y nebuloso, evadiendo sinuosamente la resolución que el oyente espera al final de cada frase, e incluso anticipando la ansiedad cromática del acorde tristanesco. Aquí la creación del universo es el paradigma de “lo sublime” en la estética romántica: lo inimaginable, lo irracional, que maravilla y aterroriza a la vez. La Freiburger Barockorchester agrupa un limitado conjunto cuerdas (7.6.4.3.3) al estilo de una representación privada o de cámara (como la première absoluta), sin vibrato, que permite una ágil articulación, una elasticidad rítmica y la unánime precisión en el suave acorde en pizzicatoLicht” (del que Haydn solía decir que era el sonido de Dios encendiendo una cerilla) justo antes del estallido en Do mayor (al hacerse la luz), de gran efecto y en el que el vocabulario mozartiano se abraza abiertamente. Maderas hechizantes en su dolorido sentir, resaltando la tesitura grave: contrafagot en el nº 22, donde la orquestación se muestra excepcionalmente poderosa y espléndida. Buenos y bien compenetrados solistas (¿pero no existe contradicción en su amplio vibrato?): Julia Kleiter (de timbre cremoso y modesto), Johannes Weisser (bajo afrutado, un poco degradado en la zona inferior), y el tenor elegante, lírico y flexible Maximilian Schmitt en el aria de Uriel “Mit Würd’ und Hoheit angetan” nº 24, donde Haydn demuestra su habilidad para ahormar la forma convencional a las necesidades del texto: en la masculina sección de apertura alcanza el cúlmen en la cadencia en la dominante Sol mayor; después modula mágica y schubertianamente al La bemol mayor (femenino), suavizando el tema con maderas y solo de cello obbligato. El RIAS Kammerchor integra 36 almas mixtas (11.8.9.8, también con holgado vibrato) equilibradas y excelentes en claridad de dicción en el nº 28, brillante fuga que refleja el ejemplo haendeliano, con doble entrada (c. 16) e incluso triple entrada (c. 44) paralelas. Grabación cristalina en la resolución del detallismo instrumental, recogido con cercanía (HM, 2009). Estimulante e hiperactivo fortepiano.





Finalizamos con un par de acercamientos en inglés, una opción totalmente válida ya que el mismo Haydn prefería dicha versión cuando la obra era interpretada ante angloparlantes.

Una de las principales innovaciones que Haydn trajo de Londres fue la de ampliar la orquesta de manera monumental en este repertorio oratorial: En la primera representación pública dirigió (con Salieri al continuo) un conjunto de unos 120 instrumentistas (setenta cuerdas; maderas a seis e incluso a siete por parte) y 60 cantantes (masculinos). The Academy of Ancient Music & Chorus (con núcleo infantil) intenta recrear dicha escala con un gargantuesco contingente de 200 miembros divididos antifonalmente. Sin embargo, la lectura de Christopher Hogwood es quizás excesivamente prudente, con innovaciones (que ahora nos suenan) poco aventureras, en tempi y texturas homogéneas: Atención al misterioso (y mozartiano) acompañamiento para violas y cellos divididos (expresando la sombría potencia del Creador) en el arioso de Raphael: “And God created great whales” (nº 16), casi una fantasía para cuerdas de estilo antiguo. Los solistas son ejemplares en elegancia y belleza de timbre: Emma Kirkby, de melosa ligereza (que algunos interpretan como anémica: las comparaciones con las divas operísticas son odiosas); Anthony Rolfe-Johnson, cálido y comunicativo en su elegante fraseo; Michael George, consistente en los bajos sin llegar al abismo negro de otros. Grabación (L’Oiseau Lyre, 1990) sin el relieve de las más modernas, en sonido (y, alas, en interpretación).





El marketing del disco asegura que Paul McCreesh ha conseguido filtrar las impurezas rítmicas y gramaticales del texto mejorado del Barón van Swieten, reteniendo la inspiración miltoniana del libreto original. A decir verdad, estas modificaciones textuales tienen escasa importancia, pero la lectura es triunfal: Para esta dramática superproducción las agrupaciones Gabrieli Consort & Players (más el Chetham's Chamber Choir de Manchester) se amplían a la londinense (114+91=205 intérpretes en total), pero son un ejemplo de agilidad y claridad. Los cinco solistas son excepcionales tanto individualmente como en su interacción: el veterano Neal Davies recrea un Raphael aterciopelado o dramático según la exigencia; Mark Padmore un variado Uriel de amoroso legato y excesivo vibrato; Sandrine Piau un Gabriel siempre sonriente, perfecta en el fraseo a pesar de la mejorable adecuación al texto; y Peter Harvey y Miah Persson hacen una primera pareja de flexibilidad sensual. Los ritmos impacientes cuando no febriles, salvo en el fantasmagórico Chaos, escanciado desde los apocalípticos dobles timbales (y los teatrales metales en situación antifonal), que además adelantan el primigenio resplandor cósmico. La imaginativa orquestación haydininia resalta gloriosamente en “On mighty pens uplifted” (nº 15), cliché de la opera seria: soprano y maderas evocan cada uno de los pájaros en sucesión en un aria de coloratura casi cinematográfica, o en la inocencia idílica de las flautas, de armonía pura y ultraterrena (y exótica de Mi mayor) en el nº 29, en el que además Padmore susurra con pastoral serenidad su recitado “In rose mantle appears”. Magnificente toma sonora, hialina, de impacto realmente poderoso en los coros finales (Archiv, 2006).


jueves, 1 de octubre de 2015

Weiss: Ciaconna

Como en el caso del clave y la viola da gamba, la delicada y poética obra para laúd, determinada por las características inherentes al instrumento y fiel a su propio género, pasó de moda rápidamente cuando se encontraba en su punto álgido de técnica interpretativa, repertorio y metodología constructiva, quedando confinada a un selecto grupo de devotos. El más destacado de todos ellos fue Sylvius Leopold Weiss (1687-1750), que escribió únicamente para el laúd (más de 600 composiciones) e innovó el instrumento añadiéndole 2 órdenes más, hasta alcanzar el número definitivo de 13. Su estilo tiende un puente por encima de la escritura italiana, entre los melancólicos franceses y los románticos germanos por venir: su cantabile asemeja a veces un soplo shubertiano. Estrictamente contemporáneo (y amigo durante décadas) de J.S. Bach, y socialmente considerado en mucha mayor estima, Weiss viaja incesantemente por las cortes europeas como concertista virtuoso, refinado y elegante.
La Ciaconna en sol menor, compuesta originalmente como conclusión a una estilizada suite de danzas al estilo francés, puede ser considerada el adiós a un viejo estilo, estructurada en variaciones sobre una base ostinata: Tema (compases 1-7); 1ª variación (cc. 8-14); 2ª v. (cc. 22-28); 3ª v. (cc. 36-42); 4ª v. (cc. 50-56); 5ª v. (cc. 64-71); 6ª v. (cc. 71-75); 7ª v. (cc. 78-84); 8ª v. (cc. 92-96); coda (cc. 97-106). En ella deambulan la ambigüedad de las diferentes realidades rítmicas debidas al artificio técnico, el carácter improvisatorio, los originales efectos sonoros, los pedales sorprendentes, las dramáticas suspensiones, las frases largamente elaboradas, las osadas modulaciones, el uso activo del dedo a (mención a su particular notación en tablatura, un sistema que indica la situación de los dedos, casi un misterio para el resto de músicos) que dicta la amplitud de los intervalos, la ornamentación implícita… Las numerosas cuerdas vibran por simpatía, prolongando, enriqueciendo y diversificando infinitamente la armonía de una manera no aparente en una primera lectura de la partitura. Todo ello forma parte de la estética de estas células temáticas en permanente evolución que regresan como símbolo de los últimos respladores del laúd.








Göran Söllscher emplea una guitarra específicamente construida, sus 11 cuerdas (incluyendo las graves extras requeridas) afinadas como en un laúd renacentista para no tener que recurrir a la transcripción. Con firmeza rítmica aunada a sutiles matices en el tono y el fraseo, Söllscher se aleja del brillo virtuosístico (que la obra no requiere) en favor de la meditación. Las texturas polifónicas destacan por la resonancia mantenida de las notas pedal en el grave (4ª variación). Articulación serena y acentuación oleica, dentro de un timbre seco pero claramente proyectado. Sonido natural y equilibrado, con leves distorsiones y ruido de fondo (DG, 1982).





El laúd barroco de trece órdenes (o pares de cuerdas) construido en familia por José Miguel Moreno y su mujer Lourdes Uncilla a partir un modelo de 1727 ejemplifica la filosofía del intérprete: “Lo que me sorprende está bien, pero prefiero lo que me conmueve”. Para ello emplea una pulsación febril, diversificando los ataques, acá dulces, allá acerados, con frecuentes arpegiados y rubati, y sutiles ornamentaciones al término de cada variación que hacen honor al título del disco: Ars Melancholiae. De personalidad acusada, increíblemente autodidacta, más que traducir Moreno respira las pausas y declama las notas, adaptándolas al constante fluido del contrapunto (bachiano, o viceversa). Toma sonora muy cercana, realizada por el propio instrumentista en la cripta de su casa escurialense, que conlleva ocasionales congestiones (Glossa, 1993).





Björn Colell utiliza un laúd barroco de trece órdenes a partir de un modelo de 1734. Con menor expresividad y utilización de dinámicas, íntimo pero sin sentimentalismos, explora el espectro tímbrico con variedad y faculta la resonancia natural de las cuerdas permitiéndonos escuchar su diálogo y las superposiciones sonoras que contienen armonías ocultas. Apropiadamente al sesgo interpretativo, la distante y cálida toma pierde en abrazo sonoro lo que gana en fidelidad (Cavalli, 1993).





István Kónya remarca el contraste en tempo y espíritu entre tema (como buen discípulo de Satoh rompe muchos de los acordes, dramatizando y marcando rítmicamente la obra cual danza) y variaciones, algunas de éstas de articulación desenfrenada. Y como el japonés, enfatiza la delicada pausa en el c. 96. La coda la hace toda arpegiada, resultando, ¡oh, sorpresa! en una inesperada y última variación. La atmosférica grabación (Odium, 2001) recoge la larga resonancia del templo de Somogybükkösd, pero perjudica la nitidez del laúd barroco.





Durante más de una década de investigación académica, Michel Cardin tomó la dolorosa tarea de reconstruir el así llamado London Manuscript, documento conservado en la British Library que agrupa 237 piezas debidas a Weiss. A partir de la estructura musical (alternacia de motivos melódicos y progresiones cordales) Cardin resuelve que la Ciaconna en sol es un dúo (la parte de la flaute desaparecida, o quizá asociado a violín u oboe), aunque deja abierta la posibilidad de interpretarse a solo variando las secciones cordales con arpegios y ornamentación. De esta manera, y (honestamente reconoce que) en atención al lirismo interpretativo y no a reglas musicológicas, compone otra línea para flauta: atención, en las notas al disco Cardin declara desenfadadamente que encuentra inspiración para sus arreglos en el ¡pop psicodélico de King Crimson! La delicadeza de pulsación del laúd de doce órdenes de 1730(c.) combina perfectamente con Christiane Laflamme (flauta traversera barroca de contribución restringida), que interviene en la presentación y reapariciones del tema; en ocasiones se presenta en forma de canon (6ª y 8ª vv.), en otras (en temas fácilmente predecibles) vuela sobre un cromatismo galante para sorprender y especiar el vocabulario musical tradicional. Toma equidistante a los intrumentos, rica en timbres y resonancia (SNE, 2004).





En la tumba de Weiss está grabada la sentencia “Sólo Sylvius debe tocar el laúd”. Afortudamente Jakob Lindberg hace caso omiso y nos deleita con su laúd barroco de trece órdenes que posee una serpenteante extensión del mástil para permitir una mayor longitud de las cuerdas graves en beneficio de un timbre rico y poderoso. Con libres pero sutiles contrastes dinámicos en acentuación y articulación, reinventa la frase en las repeticiones del tema (cc. 43 y ss.). Toque suave y expresivo, dando a la pieza una elegante gravedad no exenta de sensualidad como punto de apoyo a la esencia intelectual del mensaje, balanceado entre la introspección poética y el brillo de la narrativa retórica. Arpegiando, difumina con elegancia el primer pulso disonante del c. 77, de rompedora armonía, y ornamenta con largeza y buen gusto el compás final. Cuidado equilibrio entre la cercanía del detalle y la huida de la congestión (Dux, 2006).





En 1727 Ersnt Baron observó en su Investigación historico-teórica sobre la práctica del láud que Weiss era el modelo ideal para los laudistas ya que su estilo era “el más sonoro, galante y perfecto”. Toyohiko Satoh ha ido moldeando sus interpretaciones a lo largo de siete décadas en sus estudios de artes japonesas tradicionales tales como el Teatro No, la Ceremonia del Té, o la meditación Zen. Así pues, se parte de una filosofía basada en el silencio, que va desgranando la musica de manera contemplativa, a tempo muy lento, con la espiritualidad absorta en sí misma, interiorizada en el mosaico de acentos, en la aderezada inventiva de ornamentaciones y la flexibilidad de los rubati. Arpegia la mayoría de los acordes en los retornos del tema, y en las escalas ascendentes de la v. 5 parece suspender el tiempo. Su laúd, original del S. XVII, posee sólo once órdenes, por lo que la pieza se ha debido de ajustar para acomodar la diferencia al de trece órdenes para el que fue compuesto, una práctica común en el Barroco. Pluscuamperfecta grabación que recoge el esfuerzo del venerable instrumento (Carpe Diem, 2014).



viernes, 21 de agosto de 2015

Chopin: Sonata no. 2, op. 35 Fúnebre

Llamar sonata al opus 35 de Chopin (1839) podría parecer un capricho ya que en principio es una secuencia furtiva de 4 movimientos sin vida en común (desde y según los negativos comentarios de Schumann). No obstante, un análisis moderno revela una consistencia interna extraordinaria a partir de los principales motivos temáticos obtenidos de su tercer movimiento (compuesto ya en 1837) y la unidad de color armónico, forjada desde la hosca y temperamental clave de si bemol menor. De esta guisa busca Chopin la renovación de la forma en busca de una mayor espontaneidad, siguiendo las licencias poéticas de las sonatas de Beethoven (op. 26) y anticipando el principio cíclico de un Listz o un Franck.

1 Grave-Doppio movimento: Tras la breve y amenazadora introducción de apasionados y quejumbrosos acordes (métrica y armónicamente irregular, que determina el destino temático de la obra) se expone el violento y trepidante primer tema (c. 9-24), que, a diferencia de la norma, no volverá en la recapitulación donde reinará el perfil apacible del segundo tema, expuesto desde el c. 41 hasta el c. 56 (dos frases de 4 y una de 8 piú lento-trio), y que poco a poco va animándose sobre tresillos de negras, después de un transición sostenuto, casi recitada. Un desarrollo breve pero ardiente en escritura enarmónica y una coda (cc. 230-242) completan la fantasía.

2 Scherzo: Una fogosa tormenta musical, muscularmente beethoveniana, con el silbido del viento en la sucesión cromática de los acordes de sexta. Inesperadamente aparece el oásis de calma del trio (cc. 82-191), piú lento, un vals triste de ritmo oscilante y con una melancólica frase melódica en eco. El retorno del scherzo cual danza de las tinieblas equilibra y anticipa con suspense dramático (cc. 192-290) que se resuelve en smorzando hacia un extraño murmullo que prepara el tempo para la ...

3 Marcha Fúnebre: Germen y centro de gravedad de la obra, está basada en la lenta e inquietante figura ostinata en la mano izquierda, una lúgubre combinación de dos triadas. La sección central, un aria doliente, modula a mayor, actúa como trio y alivia en su melodía cantabile, tierna y dolorida (cc. 31-55).

4 Finale. Presto: Es un perpetuum mobile de cuatro chirriantes tresillos desarmonizados por compás, sin diferenciación de melodía y acompañamiento… solo una inaprensible, improvisada, deshilachada línea monódica en irónica representación del vacío. Un epigrama sombrío y enigmático: “esto no es música… es una esfinge de sonrisa burlona” criticaba Schumann. 

En resumen, un orgánico e indivisible conjunto, cuya concepción de forma y desarrollo temático es esencialmente diferente a la de los maestros clásicos, cual libertario affair de secuencia, variación y modulación. ¿Capricho? No, una sonata chopiniana.








El pianismo grabado más cercano en el tiempo al de Chopin de que disponemos es el de Raoul Pugno, pupilo de Mathias, él mismo alumno fundamental (único en el sentido de receptor de su tradición) del compositor. Una Marcha de estilo delicadamente claro, de pulsación refinada, pulcro al más minucioso nivel, brillante más que cálido. Pugno dictaba en su cátedra del Conservatoire que “la asincronía es enteramente anti-musical”: por ello el desfase de la línea melódica de la mano derecha respecto a la métrica de la izquierda está muy controlado. Del mismo modo el tempo fluctúa en unos (relativos) estrechos márgenes, si bien tras la íntima sección central altera la dinámica de la marcha y hace un rallentando final. El cilindro de cera original adolece de una afinación inestable, que afortunadamente la edición de Marston corrige en buena medida. Para aquellos preocupados por la calidad de la toma sonora les dejo las palabras del crítico Laloy tras la escucha in situ de estas grabaciones en 1903: “The Gramophone stands out from all sound recording apparatus by its power, which is twice that of any other and especially by the precision with which all the subtleties of the performance and all the distinctive qualities of the timbre are reproduced. Listening to it, at these auditions, one experiences the purest artistic delight and I believe that it is time to bring to the attention of musicians an invention which from now on will permit everyone to hear repeatedly the greatest works of the masters performed by other masters”.





Según refería un tardía crítica en The Times It’s when Chopin [the sonata] displays his darker and stronger moods, which Miss Scharrer recognizes and tries to treat as the manly stuff they undoubtedly are, that she begins to hit the music, often wildly”. Por ello es aún más lamentable que la necesaria adaptación al tiempo máximo posibilitado por el cilindro de cera forzara que Irene Scharrer sólo grabara la Marcha Fúnebre (una de sus especialidades, con la cual debutó en Londres con dieciseis años) y además excluyendo la repetición. El venerable documento (Apr, 1916), de graves perjudicados, nos abre un portal a un pasado pianístico soñador: la utilización del abundante, impredecible y dislocado rubato, la asincronía entre el ritmo imperturbable del acompañamiento mientras la melodía vacila caprichosa y fabuladora, la claridad nunca difuminada por el astuto e imaginativo pedal -ahora anticuado-, la maestría en las gradaciones dinámicas, la poética sensible e íntima, la nostalgia en la delicada melodía del trio, la caleidoscópica paleta tonal.





Aún más asombroso es el pasaje espacio-temporal que propone Rachmaninov: En 1885, a los doce años de edad, Sergei asistió a un concierto ofrecido por el legendario virtuoso Anton Rubinstein (colega y rival de Chopin en los salones parisinos). La cinemática interpretación de la Marcha Fúnebre dejó una huella imborrable en el joven, que la adoptó como suya: la variación de la dinámica en la repetición convierte el movimiento en un arco procesional que se aproxima en crescendo, permanece junto a la sepultura en el trío, y, retornando en fortissimo, desfila en la distancia en un gradual diminuendo. Todo ello, por supuesto, en completo desdén por las indicaciones del compositor.
Igualmente efectiva es la disposición de las dinámicas en el movimiento de apertura, reflejando la tendencia rusa a enfatizar el clímax restringiendo su volumen en vez de remarcarlo, la acentuación seca y siniestra del ritmo galopante del primer tema (claro y preciso, sin pedal, al pairo de la partitura), que retorna con todas las marcaciones dinámicas invertidas, desplazando el culmen dramático.
El scherzo revela el sobrehumano mecanismo de Rachmaninov, capaz de controlar acordes complejos tocados a toda velocidad, y permitiendo impregnar el ritmo de una inexorable fuerza trágica. Resaltar como se gradúan con tanta exactitud geométrica los crescendi como se otorga acusada flexibilidad rítmica (un cantaor diría que tiene duende) a la cantabile sección più lento.
Sobre la marcha fúnebre ya hemos advertido como trastoca el arrullo de una muerte dulce hacia una sombría visión de un destino indomable, impasible ante la esperanza o la oración. El tempo vivo (muy estricto, ignorando las frases pequeñas y sus cambios dinámicos internos) refrenda el concepto de marcha. La profundidad expresiva se acompaña con una restringida y leve desincronización de manos en el trio.
El finale despliega una turbulenta agitación emocional y la alteración del texto en el último compás, donde suaviza la brusca sopresa de los acordes conclusivos con una mínima pausa.
Además del escaso uso del pedal y la concepción orquestal del sonido, hay que hacer referencia también al frecuente tratamiento arpegiado de acordes; y al revés, para impulsar el flujo musical con presteza la mejor solución práctica es eliminar los arpegios, por ejemplo en los cc. 3 y 5 del scherzo; en este caso, la probable limitación física de Chopin (y no el factor expresivo) prescribe el arpegio sobre el acorde de décima; algo risueño para las descomunales manos del ruso. 
Con su inmaculado legato, Rachmaninov toca la melodía como si fuera un cantante con sus rallentandi y accelerandi adoptando la forma de las frases (exactamente como ha quedado recogido el estilo de Chopin por sus contemporáneos). Aberrante, portentoso, excesivo, magnético, ¡genio! De entre las ediciones escuchadas (Naxos, RCA, Philips, Andante) ésta última es la de mayor presencia y definición (1930).





Alfred Cortot registró la obra en cinco ocasiones siendo preferibles sus grabaciones tempranas, de juvenil sofisticación despreocupada, donde recrea el turbulento espíritu chopiniano de nostalgia y soledad existencial. Su mecanismo (su desobediente mano izquierda) es propicio (es decir, es inmune) a las notas falsas en momentos cruciales de la partitura, lo que añade desconocidas armonías a la obra (su alumna Lefebure decía que “his wrong notes were those of a God”). Cortot representa la escuela simbolista, emocional, impulsiva, de aparente espontaneidad pero basada en el profundo estudio de la partitura y su contexto: sus pedagógicas “Editions de travail” así lo demuestran. Su pianismo busca la declamación retórica del discurso musical, de aterciopelado legato, inigualable en el dominio del rubato y la variedad de tintes. La concepción vocal de la línea es ligera, vivaz, volátil. La libertad rítmica y métrica, de flexibilidad tendenciosa. Rompe con la tradición interpretativa en la elección de los vertiginosos tempi, que mantienen el mismo nivel de tensión a lo largo de los cuatro movimientos: atención a la fuerza rítmica de los tresillos ascendentes y descendentes después de la breve expansión del segundo sujeto en el doppio movimento. Pulsátil cual carrusel también el scherzo. Magia en la marcha (licenciosa e irresistiblemente vencida hacia el grave) a la que Cortot llamaba “un poema de muerte”, y leve desincronización en su trio; vértigo en el árido unísono del finale. A mi entender el sonido (1933) está demasiado filtrado –para eliminar ruido de superficie– en esta edición de EMI de 2012.





I am not lying. I am living out my imagination”. Mentiroso compulsivo (él lo llamaba usar la imaginación) Samson François llevó a fogonazos una vida tan exagerada como su larga melena colgando frente a sus ojos mientras tocaba jazz, terriblemente borracho, hasta la madrugada en clubs parisinos. Privilegia la melodía en detrimento de la arquitectura en una concepción rapsódica originalmente libre, comenzando por las excéntricas variaciones de tempo en el primer movimiento: aceleración progresiva hasta el doppio movimento. Fraseo depravadamente fascinante, desenvuelto cual improvisación, con unos pedales rebeldes e infinitamente modulados que siempre tienen sentido, contrastando con unas dinámicas poco matizadas (scherzo). Más eslávico que francés, indisciplinadamente personal y singular “buscando la curva de la melodía, paso por alto las estructuras, veo dónde me lleva la frase, sin saber que viene a continuación”. Así, la marcha es heroica antes del trio y desesperadamente doliente después, donde sigue el colorista modelo de Cortot bajando una octava el tema de la mano izquierda. Lástima de pedregosa conclusión, decepcionante. Son preferibles las versiones juveniles mono (naturalmente equilibradas, como ésta de 1956 editada por Philips -la de EMI suena mucho peor- a las estéreo.





La crítica de 1962 aparecida en Gramophone auguraba que este disco sería “a great recording of the century”. En efecto, Arthur Rubinstein cambió la manera de enfocar a Chopin: en lugar de tratarlo como una música de salón, repleta de sentimentalismo y brillante presunción, permitió que hablase por sí misma desde un patricio distanciamiento emocional, integrando el clasicismo de la arquitectura de la obra con la tradición epigonal romántica: como un clásico derivado de Mozart, nada decadente o tardo-temperamental. Soñador sin ser indulgente; apasionado pero perfectamente disciplinado; elegante y sensible, dulce en las partes reflexivas y temperado en las páginas borrascosas. Sin renunciar al rubato lo restringe con lógica, sin trastocar los pilares de la métrica, para producir un conjunto coherente a partir de la expresividad de las partes. Acompañamiento metronómico, mientras la mano derecha canta con absoluta libertad y flexibilidad, con un natural sentido de frase y tempi. Y sí, puede haber oyentes que, después de las anteriores interpretaciones, más impredecibles, encuentren en su aproximación cierta frialdad u objetividad, quizás fidelidad sin sobreinterpretación, quizás optimismo vital, su regocijo personal reflejado (afirmaba ser la persona más feliz que jamás había conocido). El segundo compás del scherzo es un verdadero crescendo rossiniano, una explosión salvaje que contrasta con la tierna belleza de la sección central, de inimitable terciopelo. Sus cadenciosos ritmos son cuidadosamente moldeados para proyectar la tensión en la Marcha: sombría, digna, reservada, de aplomo aristocrático. Rubinstein consideraba al finale como “el rumor aterrador del viento nocturno deslizándose sobre las tumbas”. En su lúcida lectura los patrones melódicos se establecen por sí mismos sin algarabía, etéreos en el mantenimiento asombroso del sotto voce. Toma sonora (Philips, 1961) muy cercana al instrumento y un poco seca. La edición de 2010 posee significativamente mayor impacto dinámico (dentro de la relativa parquedad en este sentido de Rubinstein). 





Vladimir Horowitz abandonó la actividad concertística en 1953, para, en un estado de semiretiro, reconsiderar sus interpretaciones, extender su repertorio y refrenar lo que él mismo consideraba “elementos de histeria” en su pianismo. La primera grabación tras esta larga pausa fue la 2ª sonata chopiniana (Sony, 1962). Respecto a su melodramática anterior lectura (1950) se conservan (amansados) el estado febril, los ataques marca de la casa, la fiera y maniaca intensidad, pero añade un nuevo sentido estructural. Centelleante claridad de textura (su frugal uso del pedal destaca el contrapunto) en el desarrollo del primer movimiento, y convincente las pocas veces que se aparta de la partitura, como en la repetición de la primera frase, variada en staccato. El scherzo ya no es tempestuoso pero integra un trio de coreografía polifónica, con los trinos de la mano izquierda apenas sugeridos. La marcha fría, aristada a ritmo vivo, ligera de texturas, con una sección central delicadísima, de decadente magia negra. Finale desesperado, trémulo. Su virtuosismo deslumbrante se traduce en las infinitas matizaciones del fraseo (a tramos extravagante), de las dinámicas, del equilibrio (juego) entre las manos -subrayando la izquierda con acentos inesperados-, su instantáneamente reconocible sonoridad pirotécnica. Horowitz decía que, en privado, podía tocar como un ángel. Quizás… lo que es seguro es que tocaba como el Diablo. Sonido excelente, complejo y detallado.





El nervioso temperamento artístico de Marta Argerich supone la búsqueda voluntaria de un riesgo que, en otras manos, podría desembocar en el desastre. Ataques trangresores, turbulentos, hercúleos. Tensa y arrebatada en el primer movimiento, de rubato elegante sin ser amanerado, donde el clímax se eleva frenético (el da capo desde el 5º compás equilibra la estructura). Scherzo siniestro en su maravillosa concentración y vehemencia torrencial. Bravura y espontaneidad en la agónica marcha, donde ni falta reposo ni sobra bombástica, y cuyo trio frena por instinto (no por indicación de Chopin), drástica e irrealmente. Finale de pesadilla, atisbado en la neblina surrealista. Toma sonora típica de la DG en aquellos años (1974), metálica, precisa.





Sabida es la polvareda que levantó Ivo Pogorelich en su exacerbada participación en el Concurso Chopin de 1980. En ésta su primera grabación después del escándalo (“You may not like my Chopin, but you will remember it”), el joven croata aplica un heterodoxo enfoque de, diríamos, deconstrucción cubista, recreando cada movimiento como si fuera una sonata (allegro-adagio-allegro) en sí mismo. Su técnica, perturbadora, profundiza en los contrastes de tempi, dinámica y articulación. La sinuosidad envolvente del legato chopiniano es empujada por el staccato de Pogorelich hacia los afilados rompientes de la modernidad. Primer movimiento conflictivo, anguloso y crispado en el primer sujeto y líricamente relajado el segundo, con la sección del desarrollo adoptando extraños ritmos. El pausado trio implica una desaforada aceleración en la reexposición del scherzo. Aparte de las individualizadas dinámicas en la marcha, la austera sensibilidad de la sección en Re bemol mayor encaja perfectamente (atención a los fabulosos trinos). La supresión de repeticiones (aquí y en el resto de la sonata) altera la clave constructiva y emotiva de la bóveda de la obra. Atención fascinante a los timbres y colores, con el pedal de resonancia entretejiendo luces y sombras en la misma frase. Una vez más la exuberante imaginación de Pogorelich nos seduce mientras explora la naturaleza contradictoria de la obra y la arroja a una suerte de narrativa perversa (DG, 1981).





El romántico rubato de Shura Cherkassky está tan pasado de moda que sus rallentandi-accelerandi son exactamente aquellos que distinguían a Chopin de Liszt. Según el diario de Lachmund el rubato de Liszt era ‘‘quite different from the Chopin hastening and tarrying rubato . . . more like a momentary halting of the time, by a slight pause here or there on some significant note, and when done rightly brings out the phrasing in a way that is declamatory and remarkably convincing. . . . Liszt seemed unmindful of time, yet the aesthetic symmetry of rhythm did not seem disturbed’’. Extravagante, afectado, iconoclasta en los tempi, palidece sin embargo frente al libre cantabile de Rachmaninov. Gran colorista, su introducción recuerda los compases de apertura de la Sonata nº. 32 de Beethoven. Cherkassky recrea el carácter improvisado de la música -descripciones del pianismo de Chopin sugieren que nunca tocaba sus propias composiciones de la misma manera, y que introducía variantes “acordes al carácter de la ocasión”-; así, el primer sujeto es expuesto en una manera flexible (énfasis retórico en los pulsos principales- y consecuente ligereza de los débiles-) que no siempre coincide con la marcación chopiniana. Cromatismo (pre)wagneriano en el desarrollo del primer movimiento, su clímax conseguido a través de (la concentración motívica y) el uso de la triple estratificación de la textura (cc. 138 y ss.). En el scherzo subraya los saltos característicos de una (transformada) mazurca, la modulación beethoveniana al final de la sección trio (cc. 186-191): las octavas que se generan oscurecen la armonía de este pasaje puente hacia el retorno del scherzo. Marcha impregnada de fatalismo, con ejemplar uso del pedal para definir las ligaduras del fraseo. Finale nimbado de fluidez amelódica. La grabación, en concierto, recoge el timbre metálico del instrumento, un tanto plano de dinámicas (Decca, 1982).





“Toca mejor que todos nosotros juntos” confesó con entusiasmo Rubinstein al acreditar a Maurizio Pollini como ganador del concurso Chopin de 1960, precisamente con esta obra. Riguroso en el detalle textual y en la arquitectura de la partitura, Pollini reconoce edificar su interpretación a partir de la imaginación del compositor(¡!) más que a partir del instrumento, ya que: “La propia fantasía creativa debe ir más allá de la realidad precisa y de las posibilidades de áquel”. Sutil uso del rubato (heredado del propio Rubinstein), sin permitir nunca que amenace la estructura: la transparencia de texturas y la austeridad en la articulación permiten desvelar las complejas voces internas. Enfatizando las afinidades entre los cuatro movimientos (como el primer sujeto en pianissimo, imitado en la marcha), su respeto por la partitura se muestra en la recuperación de los cuatro compases de la reexposición del primer movimiento, idénticos a los de apertura (desde el 5º en adelante). El scherzo demuestra su exuberancia física, contrastando con momentos de anhelante introspección, un tanto olímpicos en su distanciamiento. La Marcha trae una recreación oscura y reposada y una amplia gama dinámica (conjurando el cortejo desde casi el silencio), de poderío arrollador (otra particularidad en el segundo pulso del c. 14, donde toca dos corcheas en vez de las prescritas corchea con puntillo-semicorchea). El breve y ligetiano finale, un espectro sin notas discernibles individualmente. De sensibilidad tan contenida como palpitante, Pollini continúa atesorando una precisión quirúrgica, glacial y casi macabra, aunque esta primera grabación (DG, 1984) paréceme preferible a la más moderna (DG, 2008) por su mayor tensión emocional y superior toma sonora.





Grigory Sokolov es comparado a menudo con Gould por su excentricidad y con Horowitz por su dramatismo. El único punto en común que yo veo es su egomanía. Chopin ya no es un dandy perfumando los salones parisinos, sino un militar polaco exiliado que clama por la liberación de su tierra. La originalidad de su gran expresividad antepone poesía a estructura, con extremos (¿grotescos?) gestos rítmicos (el flujo tan flexible corre el peligro de interrumpirse), muscular incluso en las páginas más delicadas. El decrecendo abismal en la octava de apertura resurge con fogosa pasión heroica en el doppio movimento, cuyas inflexiones rubatianas devastan sin compasión: Sokolov pausa su galopada a menudo para iluminar los recovecos armónicos y las hendiduras contrapuntísticas… y sorpresivamente attacca sin pausa el scherzo, colosal, también lleno de rupturas, donde el abuso del pedal desfigura los staccati requeridos. Variedad de la tímbrica en la ominosa marcha, tocada a tempo muy lento (a 42 negras por minuto -compárense con las 62 negras p.m. de Argerich-), la dinámica casi pianissimo; abrumadora la intensidad de los pasajes en forte (cc. 15 y 23), cual grito de coraje ante lo inevitable. Con pasmo compruebo que acelera para afrontar la sección central con inocencia y nostalgia. Impresionante la perfección técnica de su continua intencionalidad del legato, sobre todo en el finale hipnótico, un experimento hacia la modernidad. Toma sonora apagada, recogida en concierto en la Salle Gaveau de París (Opus 111, 1992), que captura el poderoso esfuerzo físico del recreador, siempre al borde de la sobreactuación ególatra.





Evgeny Kissin comanda la ambigüedad del discurso chopiniano dentro de su concepto estructural de la obra, subordinando el cuidado por el detalle a la simplicidad de la línea. Desde el primer compás la independencia de las manos garantiza la claridad de la polifonía, sin repeticiones, riguroso en las marcaciones dinámicas (salvajes). Huracanado scherzo, con secuencias cromáticas de alto octanaje, y desentimentalizado (y menos convincente) su trio. Amenazantes y titánicos los graves en la marcha, con trinos beethovenianamente impúdicos. Dicha masculinidad brutal no sea posiblemente del gusto de todos, seguramente ni siquiera del refinado dandy Chopin. El gran Tony Faulkner realizó aquí otra de sus maravillosas grabaciones, dentro de la caja de resonancia (RCA, 1999).





Se podría plantear la necesidad de seguir grabando las mismas obras una y otra vez. En este caso la justificación es la investigación filológica: ¡el movimiento historicista ha alcanzado Chopin! El nombre de Janusz Olejniczak puede ser desconocido para algunos; seguramente sus manos no: aparecen como especialista en las escenas de la película The pianist (2002). Incluso interpretó a Chopin en la alocada La note bleue (1991). La menguada sonoridad del fortepiano Érard de 1849 (año de la muerte de Chopin) ilumina suavemente el ambiente reducido con elegancia, sensibilidad y buen gusto. Íntimo, tenue, con discretos pedal y rubato, con opacidad de colores y veladas dinámicas, Olejniczak ajusta su interpretación (NIFC, 2007) al instrumento y al contexto semiprivado: El piano de Chopin no tiene nada que ver con los actuales, pero tampoco las grandes salas de concierto. En una carta contemporánea, una señora, tras haber asistido en un salón a un recital de Chopin, se quejaba de que apenas había podido escuchar el sonido del piano, ya que estaba sentada ¡demasiado lejos del instrumento! Las críticas de sus conciertos reflejan esta delicadeza sonora como una debilidad, cuando era el rasgo genuino de su pianismo.
A aquellos que adviertan cierta tosquedad en relación a los aristócratas del piano mencionados previamente, no está de más recordar las palabras del alumno chopiniano Karol Mikuli, que Olejniczak comprende y asume en su tocar: “Bajo sus dedos, cada frase musical sonaba como un canto, con tal claridad que cada nota tomaba el significado de una sílaba, cada compás el de una palabra, cada frase el de un pensamiento. Era una declamación ajena a todo pathos, al mismo tiempo sencilla y noble”.