miércoles, 22 de diciembre de 2010

Purcell: Chacona en sol menor (Z730)

Amable lector, le ruego detenga su atención en esta pequeña danza, que quizá usted considere insustancial, compuesta hacia 1680 por un imberbe londinense. Por aquel entonces los teatros comenzaban sus representaciones con música instrumental, interpretada fuera de escena y presumiblemente con relación anímica con el drama subsiguiente. Estas cortas piezas proporcionaba distracción para el público que llegaba temprano para reservar su asiento, y servían de advertencia para los actores que la obra comenzaría en breve. Se consideraban una parte autónoma hasta el punto que los espectadores podían retirarse tras su audición con devolución del importe de las localidades. Aunque su origen es incierto, se cree que Henry Purcell (1659–1695) compuso esta chacona en este escenario, con el aspecto práctico de su construcción en secciones, con la posibilidad de indefinidas repeticiones, o por el contrario, con una rápida conclusión una vez que la audiencia estaba preparada.


La Chacony en sol menor (Z730) está construída sobre los cimientos de un tema recurrente de ocho compases en el bajo (ostinato o ground) creando una arrolladora inercia de combinaciones melódicas y armónicas a lo largo de dieciocho variaciones. Lo que le otorga a la pieza su particular swing es la ligera acentuación en el segundo apoyo (el pointeé francés) de su ritmo ternario. Siempre manteniendo una estructura familiar y recurrente en cada variación, utiliza un lenguaje deliberadamente restringido y una línea melódica simple fluyendo por los patrones rítmicos en constante cambio. El violento cromatismo se satura de melancolía, forjando la pieza en estricto pero delicado contrapunto de orfebre y por tanto más allegada a las contemporáneas fantasías que a la música ceremonial de Lully o al postrer Purcell. La composición finaliza con una sección expresivamente marcada como “soft”, donde desfilan en sucesión disonancias excepcionalmente desgarradas (las características relaciones falsas de la música inglesa del siglo XVI).






La calidad de una interpretación sólo puede ser subjetivamente juzgada basándose en el nivel de emoción o placer que evoca. El problema es que el primer LP que pude comprar fue éste, y por mucho que los gacetilleros podamos protestar en la idea contraria una buena parte de la crítica discográfica comienza desde premisas enraizadas en sentimientos erigidos por estas experiencias seminales. Aquellos que puedan reprogramar su oído en modo inocente disfrutarán enormemente (espero) con el sigfridiano viaje que propone Rudolf Baumgartner al timón de las Lucerne Festival Strings (DG, 1968) y que convierte la danza en una elegía fúnebre bruckneriana, con las cuerdas graves marcando líneas dramáticas, mientras fuerzas telúricas se arrastran mórbidamente. Los modernos dirán que la articulación es pesante, la moda anticuadamente sinfónica, el fraseo homogéneo, densamente romántico, de texturas espesas e incesante vibrato intensamente expresivo. Y es que decía la clavecinista polaca Wanda Landowska: “Los nativos de las islas Fidji matan a sus padres cuando éstos se hacen viejos y ésta es, precisamente la misma moral que gobierna la música”. Progreso y modernidad fueron los pilares de la cruzada del movimiento historicista, que en su ardor revolucionario negó todo hieratismo interpretativo anterior, y que provocó el embalsamamiento de este Purcell histórico, y acaso falso (pero, ¿cuál es el verdadero rostro de Purcell?, ¿el enmarcado por el pomposo pelucón talqueado que le acredita como vitalicio músico de la corte real?, ¿o el del usuario infatigable de burdeles de medio pelo? Los rumores cuentan que su mujer facilitó su deceso, cerrando -por descuido, naturally- la puerta domiciliaria una cruda noche invernal…)








Originalmente editada en un disco intitulado: “Sacred music at the English Court” -todo un detalle acerca de la concepción solemne de Gustav Leonhardt- la chacona rebosa austeridad, gravedad y nobleza. Quizá se echa en falta una pizca de empuje rítmico, ya que el único objetivo parece ser aclarar las líneas contrapuntísticas. Curiosa la postura de ejecutar desigualmente (inégale) algunos pasajes de corcheas en la línea de bajo como corcheas con puntillo y semicorcheas (compases 70-76), mientras en la línea de violín se siguen las corcheas regularmente. El Leonhardt Consort despliega un pequeño grupo de ocho instrumentistas (2.2.2.1.1) con órgano positivo al continuo. Clara grabación pero con un cierto sabor metálico (Teldec, 1970).








Por contraste, la sonoridad contundente del apreciable dispositivo de The English Concert -violín I (4), violín II (4), viola (3), violoncello (2), contrabajo y continuo (éste, un imaginativo clave con discretas ornamentaciones interpretado por el propio Trevor Pinnock)- recupera de la catacumba la métrica pulida de la danza, vigorosa y mordiente. Nítida grabación (Archiv, 1985).








Coherencia filológica y solidez interpretativa reunidas en la lectura de The Parley of Instruments: Mediante el análisis del manuscrito Peter Holman advierte que la segunda voz de violín funciona más en el registro medio que como soprano, y que por tanto la chacona pudo ser escrita para un violín, dos violas y un bajo (mayor y más poderoso que el violoncello y afinado un tono más bajo), en lugar del moderno cuarteto a la italiana para el que compondría Purcell en la fase final de su vida. La perspectiva danzable es fresca y marca una armonía ligera, animadamente teatral. Flexibilidad de acentuación en el fraseo de un instrumento por parte, breve la articulación, permitiendo respirar la música. Ejemplo de su preocupación por el detalle son los excéntricos choques armónicos. La calidad de la grabación es la habitual (excelente) en Hyperión (1986), procurando una lustrosa presencia al clave del continuo que espesa las texturas.








Más vale tener una cabeza original que un instrumento original”: solía decir Frans Bruggen a sus alumnos. La sección de cuerdas de su Orchestra of the 18th Century –suave y acariciante- agrupa para la ocasión un amplio contingente de 28 atriles. Versión equilibrada, tomando como modelo las reales obras de Lully, lo que parece emparentarla más con la corte que con el círculo teatral (escúchese las ornamentaciones de arranque de las frases), con un ritmo elegante y sobrio, una finura de trazo, un fraseo grácil que arroja texturas claras y refinadas disonancias armónicas. Galante toma sonora procedente de un concierto público (Philips, 1989).








La Academy of Ancient Music reclama los créditos en el disco (L'Oiseau Lyre, 1994), pero la chacona está interpretada con una voz por parte, con las voces medias reclamando su protagonismo, los timbres apropiadamente rasposos, las disonancias cortantes, jugueteando con ligeros contrastes dinámicos para diferenciar las variaciones, el órgano positivo al continuo improvisado por el mismo Cristopher Hogwood. Sensacional grabación de profundidad casi líquida.








Al frente de un cuarteto (violin I/II, viola, bajo continuo, más un clave que arroja arpegios por cascadas) entresacado del excelente conjunto Musica Antiqua Köln, Reinhard Goebel nos ofrece su característica sonoridad extremadamente enérgica, de tempi audaces, ausencia de vibrato, decidida acentuación en los pulsos fuertes de los compases, articulaciones intensas y estimulantes, modélica afinación. Asimismo utiliza recursos dinámicos más sutiles como la llamada "messa di voce" aplicada a una sola nota, normalmente un poco larga, casi siempre al final de las frases y que consiste en empezarla suave, crecerla y volverla a disminuir. Toma sonora avasalladora (Archiv, 1995).








El panorama historicista internacional ha sido tradicionalmente comandado por los grupos de la Europa del Norte. Il Giardino Armonico comandado por Giovanni Antonini protagonizó una esperada y pasional segunda revolución meridional, exhibiendo en sus lecturas una maneras instrumentales decididamente rompedoras con los planteamientos historicistas convencionales. Así pues, versión mediterránea del cuarteto de cuerda, arrancando destellos en los acordes del acompañamiento de archilaúd y del discretísimo órgano positivo, mientras las disonancias se suavizan y las dinámicas se atemperan (Teldec, 2001).








Por último, y para cerrar el círculo, este alto tribunal puede condenar y condena como culpable de la exhumación del olvido de esta pequeña obra maestra a Benjamin Britten: Su aprecio por la Chacony dió lugar a un arreglo para orquesta de cuerdas en 1947, sin pretensiones historicistas y sin alterar el texto, pero elaborando una estructura dinámica creíble y una consistente distribución rítmica. Una atmosférica toma sonora recogió la espléndida tímbrica de la English Chamber Orchestra dirigida por el mismo Britten en esta encantadora, inspirada, serena, fluida y diáfana versión (Decca, 1968).



lunes, 29 de noviembre de 2010

Fauré: Requiem

Gabriel Fauré (1845-1924) es un puente entre las ricas sonoridades románticas y la brillante transparencia que evocan las tonalidades impresionistas. Ningúna otra obra captura la esencia de esta dualidad como su opus 48. El Requiem de Fauré no es como los demás: lírico y gozoso, su atmósfera no es trágica, doliente o lúgubre, sino de emociones predominantemente tranquilas; ejemplo de conciliación entre el individuo y la muerte, en vez de instigar el miedo pone su confianza en el descanso eterno con un halo de paganismo en términos de significación universal y no sólo católica.

Los siete movimientos del requiem forman un arco con análogas simetrías estructurales y texturales: Un sombrío unísono en re menor inicia el Introït en la orquesta e introduce al susurrante coro, declamando la oración inicial en bloques armónicos simples e iniciando un monolítico ascenso hacia "et lux perpetua". Después asoma el tema principal: una melodía sencilla y modulada, más un acompañamiento instrumental de ritmo regular y una destacada línea contrapuntística en las violas -instrumento dominante en la obra-. Las armonías son claras, puras, modalmente inspiradas; las texturas diáfanas, casi monocromas; el drama está presente, pero siempre tenue y soterrado. El verso “Te decet hymnus” embruja en las voces infantiles (el mismo Fauré dirigía un grupo en La Madeleine) finalizando suavemente. El coro al completo solloza sobre la ondulante melodía en los cellos en el breve “Kyrie”.


La extraordinaria progresión de la oscuridad a la luz que supone el Offertorium comienza con una introducción sobre las cuerdas graves, después de la cual las contraltos y los tenores entran a capella, evocando la austeridad del canto llano y alternando pasajes en octavas simples con imitaciones canónicas para dos voces. El pasaje con acompañamiento modula ligeramente, aumentando gradualmente la intensidad de expresión hasta la entrada del coro. El solista aparece en el “Hostias” con un tema declamatorio: Fauré prefería “un bajo-barítono gentil, con algo de cantor monacal". El coro retorna con un desarrollo en "O Domine”, su tristeza aparentemente aliviada, y la breve sugerencia de temor es pronto disipada por la calma radiante del “Amen”.

Despues de las violas de la sección anterior (el propio Fauré pedía: “cuantas más violas mejor”) los violines suenan cándidos en el Sanctus. Trémulos arpa y cuerdas acompañan a los ecos de sopranos y tenores. Los metales marcan el comienzo de un alegre "Hosanna" antes de que el movimiento se funda en una coda felizmente meditativa, mientras la armonía modula ingrávida.

El festivo Pie Jesu es un solo de soprano de asombrosa simplicidad, con interjecciones orquestales que añaden un inusual aroma pentatónico. El compositor optaba por una cantante femenina adulta en lugar de un niño soprano, ya que las frases largas requieren un exhaustivo control de la respiración.

La intrincada melodía de apertura del Agnus Dei se convierte en un delicado contrapunto de espíritu bachiano al tema coral de los tenores. Este es el punto de partida para el reto mayor del réquiem: Un pasaje opresivamente armonizado del coro que amaina en un sosegado retorno del tema de apertura hasta el conmocionante y aislado re mayor de las sopranos, extendido sobre "lux”, modulando mágicamente a la bemol, antes de llegar al clímax en el suplicante “quia pius est". Su desolación da paso al redentor sonido de las cuerdas del comienzo del movimiento.

En el Libera me el barítono ora ferviente y calmo sobre el ansioso latido de las cuerdas graves en pizzicato. La entrada del coro en “Tremens, tremens" conduce a Fauré al único gesto referido al Juicio Final: un breve Dies Irae en el que el ritmo binario simple da paso a uno compuesto, con los metales ardientes al fondo. El coro regresa al unísono contra el sutil pero amenazante tronar de los timbales.

El requiem concluye con un ostinato en semifusas del registro superior del órgano que mece una angelical línea de soprano: En paradisum. Coro y cuerdas florecen antifonalmente en suaves armonías; el halo de cuerdas, arpa y órgano crece y se ilumina antes de disolverse en el arrullo de la muerte.








La dirección de André Cluytens es sobria, fervorosa e idiomática, pero las aportaciones de los solistas son el hito imprescindible de este registro: la inmaterial pureza luminosa, devota en la oración, de Victoria de los Angeles (marcando demasiado las erres, a la española), e íntima, sensible, clara y contenida en la dicción la del barítono Dietrich Fischer-Dieskau. Verdaderamente mal el Elisabeth Brasseur Choir: de entonación voluble, la línea soprano aparece un tanto escuálida, y en ciertas entradas (“Te decet hymnus”) indecisa. Peor es lo del vibrato, terrible. Excelente la fina orquesta de la Societé des Concerts du Conservatorie du Paris, ni estridente ni coloreada, a veces lánguida en los tempi, lo que lastra el fraseo. Prominentes arpegios organísticos en Paradisum, quizá de dudosa elección los registros. Grabación cálidamente atmosférica, de nitidez armónica y rítmica diluída en la amplia acústica de la parisina iglesia de Saint-Roch, perfecta en este clima de plegaria (EMI, 1962). La pobre edición y los ruidos en los atriles merecen la absolución.

 







Nada más claro o más puro ha sido escrito. Ningún efecto externo altera su sobriedad y su severa expresión de pena, ningúna agitación turba su profunda meditación, ninguna duda empaña la suave confianza o su delicada y tranquila esperanza”: Nadia Boulanger fue amiga y discípula del compositor en el Conservatorio de París. Por tanto es la opción de la emoción y la autenticidad (o de la traición): La partitura que empleaba estaba dedicada por el mismo Fauré ("un lun excellente eleve [M.sup.lle] Nadia Boulanger / hijo Vieux professeur devoue") y fue anotada en gran medida con análisis en cada sección, mostrando la estructura general y temáticas clave del movimiento, correcciones a la edición, traducciones al francés de los textos latinos en las partes vocales, marcas de interpretación tales como ligaduras, acentos, indicaciones de dinámica y expresión, respiración de los cantantes, etc. A los 81 años Boulanger hace tal profesión de fe en la obra, con tal austeridad y economía de gesto que la concepción original como obra de cámara para órgano y cuerdas graves es discreta pero audible bajo la versión orquestal. ¿Qué más? La transparente BBC Symphony Orchestra afronta tempi lentos, y el BBC Chorus ocasionales problemas de afinación. El estilo efectivo y sencillo, sin amaneramientos textuales, de John Carol Case casa mejor que el vibrato continuo de Janet Price. Opaco y apelmazado el sonido (BBC Legends, 1968).









El Requiem de Fauré es una obra idealmente propicia para el temperamento de Sergiu Celibidache y su concepto fenomenológico del transcurso sonoro. Una centelleante concepción, de evasiva belleza, mística y sublimada, donde la claridad expositiva conecta el lógico sentido constructivo y la resolución de (todos) los detalles. Cuidadoso equilibrio interno y exquisitas gradaciones dinámicas, vitalidad en las imposiblemente distendidas líneas vocales: a pesar de que la interpretación le dura a Celibidache nada menos que 44 minutos -en una obra que el mismo compositor, experimentado intérprete de la misma en catedralicias acústicas reberverantes, estimaba en “30 minutos, 35 como mucho”- hay secciones de tempi estimulantes, como el Sanctus, cantarín y fluído. Estupendo sonido tomado de una representación en vivo (EMI, 1984) con la Münchner Philharmoniker, el Philharmonischer Chor München, la extrovertidamente dramática Margaret Price y el cavernoso Alan Titus. Rotunda presencia del órgano.








Posiblemente muy alejado de las intenciones festivas del compositor (que, irónicamente, era un agnóstico confeso a lo que el llamaba “ilusión religiosa”), Carlo Maria Giulini no se limita a dirigir píamente a la Philharmonia Chorus & Orchestra (DG, 1986), sino que el mismo se coloca casulla y estola, oficia, y hace suyo el énfasis del autor en la palabra “requiem” (descanso; en cinco de los siete movimientos) para esta lectura inmoderadamente contenida, orada más que cantada. Es innegable que la maniobrabilidad de unos efectivos orquestales y corales amplios limita la elección de los tempi, pero sin duda es la unción de espiritualidad y el profundo sentido humanista los que dictan la monumentalidad al estilo germánico (pienso en Bruckner y Brahms). Frugal en la diferenciación tímbrica, emana serenidad, reposo y luz interior. Acusada diferenciación de dinámicas entre la orquesta (a menudo muy sonora) y los cantantes, Kathleen Battle y Andreas Schmitd, de marcado tinte operístico. El coro, cual representación de plañideras, permanece velado, a bajo nivel en general, aunque cuando Fauré exige ff se muestra masivo. Toma sonora comprimida espacialmente, el órgano sepultado y casi inaudible.








Hasta finales de la década de 1980 la versión para orquesta sinfónica fue la única conocida. El descubrimiento del material original de las interpretaciones en La Madeleine, corregido y en parte copiado por el propio Fauré, hizo posible la reconstrucción de la primigenia versión de 1893: El núcleo de la obra data del otoño de 1887 y Fauré sólo tuvo tiempo de completar parcialmente la orquestación, que no obstante era un tanto atipíca (violas, cellos, órgano, arpa y timbales). Unos meses después añadió dos trompas y dos trompetas. El solo para barítono del Offertorium se integró en 1889. El Libera me escrito inicialmente en 1877 para voz y órgano, fue incorporado al Réquiem en 1891, lo que supuso la adición de tres trombones al conjunto. Sin embargo, el estilo conjunto es homogéneo: Esta original orquestación (sin violines ni maderas) huye de la brillantez y espectacularidad, tornando oscuro el color, pero sin caer en lo tenebroso. Philippe Herreweghe proporciona una lectura muy bien planificada y estructurada, con un canto cercano al clima eclesial para el que fue concebida la obra. Escrupulosa atención a los reguladores dinámicos de los reducidos conjuntos corales, el Paris Chapelle Royale Chorus y el coro infantil Petit Chanteurs de Saint-Louis aupándose a las líneas superiores. Los solistas responden también a ese perfil frágil, con la soprano Agner Mellon obteniendo un timbre blanco muy similar al de un muchacho, y Peter Koy controlando suavemente la resonancia de su canto. Nada ostentoso, el Ensemble Musique Oblique (íntimo en escala y consolador en contenido) subraya el lirismo de la primitiva propuesta faureana. Las trompas adquieren un énfasis dramático (su primer ataque en el Introït roza la impaciencia) y colorean la textura básica de las cuerdas y el órgano. De tempi serenos, se trata de una lectura que hace hincapié en los aspectos íntimos de la obra, como en el Sanctus, donde un violín solo flota en quieto éxtasis sobre las sopranos. Audible y tétrica contribución de los timbales en el Kyrie. Toma sonora clara y espaciosa (Harmonia Mundi, 1988).








También John Elliot Gardiner empleó la recuperada edición de cámara de 1893. La Orquesta Revolutionaire et Romantique asume una composición reducida, de sonoridades íntimas, donde cada instrumento actúa como solista. Gardiner (alumno de Nadia Boulanger), aborda la obra como una meditación recatada y solitaria sobre la muerte como descanso, enlazando con la sobriedad luterana de la obra organística de Bach, estudiada e interpretada infatigablemente por Fauré. Él resultado es de una exquisita calidad tímbrica, llevada a la levedad y al susurro. Excepcional la calidad vocal del coro Monteverdi (técnicamente perfecto, empaste aterciopelado en la más alta expresión, notable el uso de contratenores), que asume el protagonismo de la interpretación, junto a una delicada Catherine Bott, con un etéreo resplandor de vibrato, y un apropiado registro liederístico de Gilles Cachemaille. Analítica toma sonora para Philips en 1992.








Basádose en la última edición historicista de la partitura (1998) Philippe Herreweghe abordó la versión para orquesta sinfónica con varias elecciones que otorgan a esta interpretación una distintiva sonoridad: En primer lugar, la dicción fonética de la obra que es cantada en latín galicano con un fuerte acento nasal francés, el tipo de pronunciación empleado en las iglesias parisinas hasta que en el año 1903 el Vaticano uniformizó la pronunciación de acuerdo a la práctica romana. Herreweghe utilizó como base la primera grabación del requiem en 1930 (sólo seis años tras la muerte de Fauré, y que puede escucharse en http://satyr78opera.blogspot.com.es) debida a Gustave Bret, un director al que el compositor admiraba. A ello se añaden la claridad de texturas de los instrumentos de época, y la suavidad de un gran armonio en primer plano como alternativa sugerida por Fauré en lugar del órgano. Todo ello se equilibra helénicamente en conjunto con tempi más rápidos que en su pretérita versión camerística, lo que desvela el rostro siniestro de páginas como Libera Me. Pese a la amplitud de medios utilizados en la Orchestre des Champs Elysées, éstos casi nunca se utilizan al límite de sus posibilidades, y siempre nos movemos en un clima de contención y serena meditación. La Chapelle Royale y el Collegium Vocale Gent aportan un novedoso ambiente de sensualidad y misterio. Johannette Zomer, fresca y suave, ilumina el final de cada verso con un leve asomo de rápido vibrato, y Stephan Genz con su ligera, vibrante y cálida voz de barítono, completan otra diana de Harmonia Mundi (2001).








Las tres docenas de voces que integran con precisión (qué maravilla de pianissimi) el coro Accentus se rodean del coro infantil Maìtrise de Paris en una lectura expresiva y refinada, de dinámicas contenidas, en la que Laurence Equilbey consigue clarificar el necesario sonido camerístico a los 56 miembros de l'Orchestre National de France () en esta versión original de 1893. Excelentes las transiciones del coro a los solistas, Sandrine Piau, de arrebatadora inocencia y Stéphane Degout, que envuelve con humilde compostura su jugosa presencia. La toma sonora transparenta de manera suprema el refinamiento y poderío tímbrico recreados en la parisona resonancia de la basílica de Sainte-Clotilde (Naive, 2008).







Sólo unas palabras para las interpretaciones arquetípicamente inglesas basadas en amateurs coros catedralicios o residentes en venerables colleges, que han optado por anglicanizar la obra de Fauré, siendo en general versiones consistentes y persuasivas, con algunos destellos bellísimos como el Pie Jesu cantado por un niño en la versión de Willcocks (EMI, 1967), pero que resultan estáticas e impersonales, correctas pero no emocionantes, y adolecen de la extraordinaria sutileza de matices aportados a mi (breve) juicio por las otras versiones comentadas.

In an endearing video from BBC (1983) we can see Sergiu Celibidache rehearsing for three days at the Henry Woodhall for the concert with the London Symphony Orchestra and Chorus. We are witnesses of the incessant work of intonation, balance, dynamic gradation and exquisite attention to the text. During the breaks, the Romanian maestro explains his particular philosophy of musical performance and the impossibility to domestic reproduction.











jueves, 21 de octubre de 2010

Allegri: Miserere Mei Deus

- “É facile”, piensa, mientras intenta atisbar al Pontífice arrodillado bajo la única vela que permanece encendida frente al inmenso fresco. “Una armonización del gregoriano, alternando entre un coro a cinco partes y otro a cuatro, cada uno de ellos separado por una salmodia en cantollano monódico. Las versos comienzan con recitación y terminan con cadencias floreadas. Una voz por parte en pianissimo, ornamentando alrededor del cantus firmus ya desde el segundo coro; un luminoso y angelical (un castrato, sin duda) do agudo previo a una simple escala descendente, mientras el resto de voces mantienen la nota. Una serie de suspensiones crean efectos sonoros a base de disonancias. Los dos semicoros reunidos en el versículo final...
- “e questo ultimo verso si canta adagio e piano, smorzando a poco a poco l’armonia” concluye triunfante, susurrando hacia el lugar donde intuye a su padre en las tinieblas en que se ha sumido la capilla papal.

Roma, 1770, el niño Wolfgang Amado de Deus memoriza y transcribe el Miserere, obra de Gregorio Allegri (1582-1652), arrancando el secreto celosamente guadado y penado con la excomunión por su difusión fuera del Vaticano. Su ejecución se limitaba al servicio de Tinieblas en la Semana Santa en un efecto teatral típicamente barroco: Tras hora y media de canto homofónico durante el cual las velas se iban apagando al ritmo de los versos para finalizar en completa oscuridad con el Miserere. Entonces los cardenales golpeaban el suelo con los pies para representar el caos de un mundo sin la luz celestial.







La primera grabación en realizarse fue la de David Willcocks (utilizando una edición propia, en la que se canta, herejía, en… inglés) dirigiendo al Choir of King's College de Cambridge (fundado en 1446 nada menos). Ultraterrena la aportación del timbre puro, firme, sereno, inmaterial de un niño soprano de 12 años, Roy Goodman (hoy director de The Hanover Band) que, recién finalizado un partido de rugby, grabó sin calentar la voz y con las rodillas sucias de barro (boys…). La toma sonora se realizó íntegra, sin retoques posteriores, y en esa fatigada imperfección (manteniendo el volumen bajo para recrear un espeluznante tono de penitencia) reside quizá la mágica solemnidad que convirtió el disco en un clásico inmediatamente (Decca, 1963). La capilla del King's College resuena con su amplia sonoridad en esta remasterización que ha eliminado el soplido de las cintas originales, si bien ha añadido algunos curiosos y confusos efectos en la mezcla de micrófonos. Fragante, metódica y evocativa lectura en la más pura tradición anglicana de canto empastado y preciso, enfatizando la belleza del tono masculino por encima de la interpretación dramática, que ha quedado algo desfasada estilísticamente, sobre todo por la afrenta fonética.









Dos décadas después Stephen Cleobury propuso una florida versión también con el Choir of King's College de Cambridge (EMI, 1984). El grumete solista Timothy Beasley-Murray trepa hasta las sobrejuanetes ágil y sobrado, juvenilmente extrovertido, pero recogido, ay!, excesivamente cercano y perfilado (algunos retratos resultan mejor con un teleobjetivo que difumine las imperfecciones del rostro), lo que no permite ocultar la invariablemente equívoca vocalización. El conjuto adolece del sentido etéreo, la claridad armónica y la seguridad rítmica de otras versiones. Por el contrario, esta crudeza de fraseo en las secciones de cantollano da un atractivo sentido de espontaneidad, especialmente en las voces graves (cómo me gustaría escuchar una interpretación de esta obra por el Ensemble Organum). La brumosa toma sonora documenta la cavernosa acústica de la capilla del King's College que enmascara la ubicación de los coros (separados por el espacio del órgano) y su articulación e inteligibilidad.








Pro Cantione Antiqua bajo la dirección de Mark Brown (Regis, 1985) trata de minimizar la naturaleza repetitiva de la composición empleando sólo los embellecimientos en las repeticiones de los versos. En esta romántica versión quizá no estén tan empastadas las voces ni tan refinada la entonación (Suzanne Flowers es la soprano solista), pero suscita un poderoso y expresivo impacto terrenal como en el 2º compás donde se resalta la disonacia en la voz tenor.








Simon Preston al frente del Westminster Abbey Choir (dirigido en su día por músicos tan ilustres como Blow o Purcell) ofrece un acercamiento litúrgico, cálidamente espiritual, de inspiración optimista y apasionada. El amplio contingente coral (14 niños equilibrados por 5 altos, 6 tenores y 6 bajos) le otorgan un sonido más opulento de lo habitual, especialmente en las robustas secciones de cantollano de natural pronunciación. El semicoro a cuatro que acoge al anónimo niño solista está considerablemente distanciado en la acogedora acústica de la All Saints Church (Archiv, 1985), por lo que se pierde la transparencia e individualización de las líneas polifónicas, algo que sí está plenamente conseguido en el otro semicoro.








Esta es una pieza casi imposible de conjeturar en criterios historicistas (HIP), ya que no se conserva la partitura original de Allegri de 1638 y fue costumbre durante el siglo XVIII añadir adornos improvisatorios en el registro superior. La edición comúnmente ejecutada es una quimera preparada por Ivor Atkins en 1951 que incorpora en varios puntos las transcripciones de oído que realizaron Charles Burney (1771) -quizá procedente del manuscrito de Mozart-, Felix Mendelssohn (1831), Pietro Alfieri (1840), W. S. Rockstro (1880), y Robert Haas (1932). Las indicaciones de tempo y dinámicas son casi inexistentes, así que el texto es la clave de la interpretación musical. Una vez que el significado y contexto son establecidos, es momento de explorar los matices: sutiles variaciones del ritmo, acentuaciones verbales. De este modo, Andrew Parrott y el Taverner Consort presentan (la edición está preparado por Hugh Keyte) una versión máquina del tiempo donde cada verso es interpretado evolutivamente en un punto diferente de la historia, detallando las progresivas invasiones virtuosas (abbellimenti) en el texto musical, según se han conservado en manuscritos vaticanos. Por consiguiente los versos iniciales, despojados de las acreciones que los siglos han depositado pueden parecer un intento musicológico fallido, una pieza de arqueología en un estante en un museo sin cartela. Los ornamentos son discretos y en nigún caso extravagantes, con algunos melismas orientalizantes. Con las líneas superiores acentuadas, el canto monódico es declamado rápido y sonoro, a menudo con aceleraciones y retenciones de sabor exótico. A tempo lento (que semeja forzado), a una voz por parte, ligeramente estridente la voz de la soprano Tessa Bonner, que sólo escala hasta el “la”, según la afinación prevista para acomodar esta recreación a su fuente más temprana. Brillante y pulido registro sonoro localizado en la Temple Church, de larguísima resonancia (EMI, 1986).









Si bien el fundador de la Capilla Sixto IV (1471-84) estableció un coro de 24 cantantes, número que se elevó a 32 en el curso de la centuria siguiente, los embellecimientos en el canto son difícilmente ejecutables fuera de una voz por parte. Además, cuando el Papa estaba presente, el coro era confinado a la estrecha tribuna en la pared sur de la capilla, y por tanto sin posibilidad de separación espacial de los coros. Anoto esto porque, rehusando tomar nota de los descubrimientos musicológicos del Taverner Consort, Harry Christophers y sus The Sixteen emplean (sorpresivamente) 18 voces separadas en dos coros mixtos al estilo inglés, lo que conlleva una neta pérdida de detalle en cada intervención del grupo más alejado (Coro, 1989). Al perfecto control de línea (expandiéndose desde la diáfana claridad hasta la más intensa riqueza y vuelta atrás), precisión de ataque, e infalible entonación, se les añade en su segunda grabación para Decca en 2004 una toma de sonido que recoge con fidelidad la cálida acústica de All Hallows Church de Londres. Diferenciándose de otros conjuntos donde la meta es el empaste sin fisuras, los integrantes de The Sixteen se permiten la libertad de cantar con sus timbre, color, vibrato,… individualizados (como la arista de cortante acero de las voces femeninas que hace brotar la vida), logrando un texturado resultado con gran sentido realístico. Por su parte, la solista Elin Manahan Thomas remonta sin aparente esfuerzo las cimas de su parte.








Hasta este punto todas las lecturas (excepto Parrots) están asentadas firmemente en la edición tradicional inglesa. Por el contrario, el conjunto vocal francés A Sei Voci (Astree, 1993) basa su interpretación en una rigurosa reconstrucción debida a Jean Lionnet, aunando la restitución de manuscritos originales con indagaciones sobre la interpretación, difusión y formación en su auténtico contexto, mucho más mediterráneo: una armonización barroca que nos da una recreación de lo que podía ser una audición del Miserere en la época en la que Allegri era el compositor oficial de la Capilla Sixtina, con complejas ornamentaciones melismáticas, contrapuntísticas y cadenciales en todas las voces. Siguiendo modelos del S. XVII, varía los adornos en cada versículo, sin romanticismos añadidos, cocinando el verbo meridional a fuego (tempo) lento. Amplísima toma de sonido realizada en el Priorato de Vivoin, bien equilibrada y dirigida por Bernard Fabre-Garrus.








Aunque existen cuatro versiones de la obra debidas a The Tallis Scholars bajo la dirección de Peter Phillips (todas ellas editadas por el sello Gimell), los cánones esenciales han variado poco: La grabación atmosférica de 1980 da a la pieza cierta variedad al situar a los juveniles coros mixtos distanciados espacialmente en la amplísima Merton College Chapel de Oxford y cuenta con la colaboración espectral de Alison Stamp como soprano solista. En 1994 realizaron un video en la propia Capilla Sixtina aprovechando el fin de los trabajos de restauración de los frescos de Miguel Angel. Por último, en 2005 se editó un disco con dos versiones complementarias: una con la edición dieciochesca en que los abbellimenti se dejan para la línea superior, y otra con aderezos adicionales elaborados por Deborah Roberts y basados en sus centenares de ejecuciones en público. Estos 25 años permiten apreciar la evolución técnica de los Tallis, conjunto por excelencia del repertorio polifónico renacentista, que partiendo siempre de un modélico planteamiento conceptual, -especialmente en la claridad y equilibrio de la exposición de las líneas y en la inamovible afinación- se ha ido depurando hasta lograr el perfecto empaste y la extraordinaria naturalidad del discurso polifónico que demuestra esta última grabación. Si en todas las lecturas se percibe el canto sereno, la naturalidad y presencia, la profundidad y refinamiento, en esta última surge una inusitada robustez en el timbre de los cantantes y un mayor rango de colores y texturas. Los versículos de cantollano son efectuados a una sola voz, con grandes pausas intercaladas de sentido monástico. Otrosí, el beneficio de la ingeniería de sonido nos apremia a elegir esta interpretación, también grabada en el Merton College Chapel.








In BBC Radio 4 Soul music series exploring famous pieces of music and their emotional appeal. Textile designer Kaffe Fassett, writer Sarah Manguso and conductor Roy Goodman explain how they have all been deeply affected by the transformative power of this composition. I warmed to the director of the Tallis Scholars, who said simply of hearing the Miserere for the first time: "It knocked my socks off".










In 2008 BBC video “Sacred Music: The Story Of Allegri's Miserere”, actor Simon Russell Beale tells the story behind one of the most popular pieces of sacred music ever written. Once decreed by the Pope to be too beautiful to be heard outside the Sistine Chapel, Allegri's Miserere has become one of the best loved and most recognisable pieces of choral music, famous for its soaring high notes. The programme features a full performance of the piece by the award-winning choir The Sixteen conducted by Harry Christophers from LSO St Luke's.



jueves, 30 de septiembre de 2010

Debussy: La mer

El concierto del 15 de octubre de 1905 que estrena y aniquila La mer, la nueva obra de Claude-Achille de Bussy es una encerrona, un juicio sumarísimo a la vida privada del compositor. Veamos por qué: Hacia 1903, fecha de inicio de la composición, Debussy encadena diversas aventuras de carácter sexual a espaldas de su mujer (a la que acusaría de prostituirse en su círculo de amistades). El asunto de la separación causa extraordinaria sensación en el pequeño mundo del músico y en el gran mundo de la sociedad parisina en su apogeo de esplendor cosmopolita (del que hoy vive todavía): el intento de suicidio, el disparo bajo el corazón, la colecta entre los amigos de Debussy en beneficio de la esposa abandonada, el seguimiento mediático del proceso ante los tribunales, e incluso una obra de teatro escenificando el affaire. En este turbulento, críptico y bizarro período de estado mental convulso y renovador, de tormenta sentimental donde ondean júbilo y depresión, se gesta La mer.

Prácticamente libre de influencias, la composición desafía una clasificación rígida y formal: “La sinfonía pertenece al pasado debido a su grosera elegancia, a su orden ceremonial y a su público fanfarrón y perfumado. Después de Beethoven se trata tan sólo de la respetuosa repetición de las mismas formas con menores fuerzas. Hay que mirar al cielo por la ventana abierta”. Por consiguiente, esta respuesta subversiva del autor a la herencia cultural nos impone abandonar los conceptos tradicionales: presenta una forma vaga y abierta, de flexibilidad improvisatoria, articulación inmaterial, expresión promiscua, texturalmente ambivalente, indefinida motívicamente, modalmente ambigua; un estudio aislado de técnica compositiva, donde, dada la ausencia de desarrollos, los motivos son constantemente propagados por derivación de temas anteriores en un flujo ininterrumpido, un proceso evolutivo, diríamos que narrativo en tanto hay una progresión cuidadosamente secuenciada. Evitando hacer una descripción sonoro-pictórica, Debussy trata de profetizar una trasposición intuitiva de todo lo que la naturaleza tiene de «inexpresable», y forma con tonos los cuadros que la naturaleza evoca en él: sus voces, sus colores, sus olores y sus ruidos se convierten en símbolos sonoros, en matices, que crean un organismo formal con la insondable regularidad de lo natural. La proyección monumental la construyen la densa y lógica estructura temática, y la esencial variedad polirítmica (vertiginosa, ligera, elástica) que supera cualquier obra anterior.

Orquestación tan variada y tumultuosa como el mar mismo, abundante en indicaciones dinámicas piano con la intención de aligerar las texturas y definir los estratos de actividad en las que se mueven las líneas a diferentes velocidades, y que han sido ignoradas en la mayoría de las interpretaciones. Líneas sostenidas y delicadas, fantasmales, que se asocian con sentimientos y pensamientos, miedos, culpabilidades y eventos apocalípticos, y cuyos arabescos forman una delicada tracería, ornamental y no figurativa (como la contemporánea decoración art-noveau). Sin perder el carácter lógico y estructurado de la música, su intangible, volátil armonía (sin llegar a la atonalidad de Schoenberg y sus cachorros) deja de ser funcionalmente constructiva en favor de reflejar una sucesión de colores cambiantes: ”Yo vivo en un mundo imaginario, que se pone en movimiento por algo sugerido por mi ambiente íntimo más que por influencias externas, que me distraen y de nada me sirven. Si algo original ha de llegar de mí, ha de ser desde el fondo de mí mismo, lo que me produce una exquisita alegría”.







Piero Coppola registró en fecha muy temprana con un conjunto de nombre enciclopedista -la Orchestre de la Societé des Concerts du Conservatoire du Paris- un impagable documento que muestra como la mayoría de las interpretaciones posteriores se han apartado radicalmente de las sutiles intenciones del compositor: la tenue sonoridad en el portamento de los violines, casi sin vibrato; la inestable propulsión de los tempi... La avanzada edad de la toma sonora impide descifrar mayores detalles texturales o dinámicos (Andante, 1932).








La necrológica dedicada a Arturo Toscanini por el New York Times proclamaba que: “Se esforzaba con el máximo celo para plasmar lo más exactamente posible las intenciones del compositor, tal como estaban impresas en la partitura… El concepto de fidelidad absoluta… ”, etc. Discutámoslo: Criado en la tradición germánica, Toscanini crea una jerarquía artifical de melodía y acompañamiento, exagerando las dinámicas en busca de la saturación wagneriana, crucial en la formación de su estilo interpretativo. El ingrediente secreto del “sonido Toscanini” quedó al descubierto al examinar sus salpicadas (de anotaciones) partituras, en la que había reescrito dos páginas completas (permanenciendo en el espíritu de la música), y según él consensuadas con el propio Debussy; (Lebrecht le acusa de que en privado afirmaba: “Cambie todo lo que quiera, pero no se lo diga a nadie”). De cualquier modo, la composición queda estructurada con precisión cristalográfica y sobriedad rayana en la brusquedad, en una ostentación virtuosa de grandeza épica. Partiendo de un dramatismo audaz en los tempi, la partitura es brutalizada, abriendo una perspectiva salvaje (lo que chirría con la conocida anécdota según la cual, para explicar su visión de la obra lanzaba al aire un pañuelo de seda y lo miraba triunfante según descendía lentamente hasta el suelo). La solamente pasable BBC Symphony Orchestra (EMI, 1935) cae bajo su hechizo, con un espeso sonido de los vientos, considerable vibrato y escasa flexibilidad en los pasajes rápidos. Aparte de la toma sonora de dinámica comprimida, con chatas frecuencias extremas, está el inquieto y tosferítico público londinense. Hay otros registros de la obra con la NBC Symphonic Orchestra (RCA, 1950) y (Guild, 1953), de mayor control y delicadeza, pero en ninguno hay tal incomparable magnetismo, furia intensa, amenaza. Para los enfermos he añadido unos minutos de ensayos en los que el Maestro vocifera a placer (“Vergogna, vergogna per noi…”).









Sviatoslav Richter clamaba que el más bello disco jamás registrado era el de Roger Desormiere dirigiendo La mer a la Czech Philharmonic Orchestra (1951). Quizá el insigne pianista ruso poseía un vinilo de mejor prensado que el Parliament del que dispongo, o puede que el cd editado por Dante Lys tampoco sea un modelo de reprocesado. A pesar de los tristes mimbres sonoros, sí se puede aventar un fraseo sensible y elegante, y un sentido del drama que preludia a Stravinsky.








La vasta superficie del agua se abría y trazaba en mil canales antagónicos, reventaba bruscamente en una convulsión frenética -encrespándose, hirviendo, silbando- y giraba en gigantescos e innumerables vórtices”: En este atormentado y mahleriano mar interior Dimitri Mitropoulos interpreta a su manera las indicaciones dinámicas prescritas por Debussy. Tempi raudos en el concierto de 1950 de la New York Philharmonic (EMI).








Toscanini decía que cuando escuchaba a su protegido Guido Cantelli le parecía estar escuchándose a él mismo. Al menos en la pieza que nos ocupa yo no soy capaz de atisbar el menor paralelismo en esta relajada grabación con la Philharmonia Orchestra (Testament, 1954), en la que sabiamente utiliza la sordina en los metales para sugerir profundidad y perspectiva.








Charles Munch dispuso en su retiro americano de una Boston Symphony Orchestra en su cima técnica en todas las secciones. Brillantes colores fauvistas pendulan con vigor, vibrando brumosos con sensualidad, gracia y delicadeza en las respuestas de las frases. Las suaves transiciones de tempo permiten apreciar su aprendizaje cuando estuvo de concertino a las órdenes de Furtwängler. Quizá demasiado parca la percusión. Cercana toma sonora, con un ligero soplido de fondo que denota la edad (RCA, 1956).








La orquesta del Concertgebouw de Amsterdam conoció tempranamente a Debussy a través de Mengelberg (quién lo había aprendido del propio compositor). Así pues, plena autoridad en este registro ascético pero lleno de luz interior, comandado por Eduard Van Beinum y de sonido añejo y seco (Philips, 1957).









El Festival de Salzburgo de 1957 presentó a George Szell dirigiendo a la Berliner Philharmoniker (Orfeo, 1957) en una aproximación intelectual, de claridad tímbrica y disciplina rítmica. Una profecía que se revelará en Boulez.











Músico, filósofo, matemático, Ernest Ansermet concebía la interpretación como una forma de humanismo, concisa y pulcra. En la línea de disección sonora, objetiva, cristalina, coherente, sin rubato, algo distante y excesivamente controlada y planificada, sin la intensa chispa de su admirado Toscanini. La Orchestra de la Suisse Romande quizá no tenga el nivel de otras grandes formaciones continentales, pero las ocasionales estridencias de los vientos quedan soslayadas por la precisión cartesiana con la que se imponen la duración de las notas. La vacilación en las marcaciones soutenu (leídas frecuentemente como retenu), y la inserción de pausas no previstas por el compositor, son una especialidad de la casa. La excitación brilla en el uso opcional del glockenspiel en lugar de la más suave celesta. Las cuerdas palidecen lentamente en la grabación Decca de 1957.









La precisión rigorista de Fritz Reiner por las indicaciones metronómicas, dinámicas y agógicas fue más allá de la inhumana disciplina. Un dominio orquestal inquietante, pero de algún modo mecánico, sin ciertas de las sutilezas requeridas (vitalidad, embriaguez). La grabación, realizada con un solo micrófono en la admirable acústica del Chicago Symphony Hall (RCA, 1960) es brillante y poderosa.








En las devotas manos de Carlo Maria Giulini La mer es el meditado rescoldo de la tradición germano-sinfónica del S. XIX. El cuerpo adamasquinado de la Philharmonia Orchestra (EMI, 1962) otorga una apropiada primacía a los vientos, plena de seducción lírica e implicación emocional. Ligereza efusiva y tumultuosa en los tempi. Asombrosa la manera en que las arpas se hacen eco sin establecer un pulso regular. Grabación producida por Walter Legge, o sea, rozando la perfección, con una toma sonora de perspectiva ligeramente distanciada que preserva el sentido de misterio sin deteriorar el detalle. La tardía aproximación con la Royal Concertgebouw Orchestra (Sony, 1994) pierde el embrujo luminoso y ardiente.









Como es habitual con Herbert von Karajan puede ser discutible la concepción, nunca la excepcional ejecución (DG, 1964): de aristocrático perfume wagneriano, exagerando el carácter romántico de los clímax, amplificando las marcas forte en las cuerdas y prácticamente ignorando los diminuendi en el acompañamiento. Sus tempi son muy cercanos a las veloces indicaciones de la partitura (no obstante, al ser requerido Debussy en los ensayos previos al estreno cuál era el tempo correcto exclamó: “Yo no siento la música del mismo modo cada día”). Los dieciseis violoncellos que la lujosa Filarmónica de Berlín se permite logran dar una pátina opulenta a la divina y acuática sonoridad (oscura, redonda, sin ángulos). La cavernosa acústica de la berlinesa Jesus-Christus Kirche añade su particular coloración y atmósfera a la translúcida grabación. Los posteriores acercamientos a la obra (1977 y 1985) se encuentran alejados ya del punto de combustión espontánea.









Los más de 90 años de Leopold Stokowski no fueron obstáculo para su afectada imaginación, ralentizando y romantizando las espesas texturas que saturan de colores los atriles de la London Symphony Orchestra (Decca, 1970). Impactante toma sonora de este perverso enfoque a lo big band.








El Debussy de Jean Martinon debe ser considerado como su más fiel legado: “El mar es un niño, juega, no sabe lo que hace realmente… tiene cabellos largos, vistosos, y un alma… va y viene cambiando sin cesar”. De expresividad en la mejor tradición francesa a la antigua, plena de sugerencias e insinuaciones en las sutiles acentuaciones. Tentativo, plástico, de etéreas texturas, con clímax que se difuminan casi antes de haber comenzado. Verdaderamente poderosa la entrada de los trombones, después de la pasividad del interludio (compás 132). Al mando de la Orchestre National de l'ORTF (EMI, 1973) la grabación asemeja un rumor cálido y profundo, mientras las harpas rielan sobre la superficie de las cuerdas.









Bernard Haitink es un director todo terreno, de técnica sobria e incisiva. En ciertos aspectos se asemeja a Van Beinum, pero no tiene la espiritualidad ni el raro misticismo de éste; es más prosaico y preciso, más expeditivo y contundente. Va también más lejos en su objetivismo, aunque ha heredado algo del mágico equilibrio de su antecesor. Cualidades que le han permitido mantener de forma admirable todos los valores sonoros, el balance, la igualdad, la suavidad de arcos, la dulzura de maderas, el poder de metales de la Concertgebouw Orchestra de Amsterdam, que aparece como un inapelable conjunto de cámara en su perfecto empaste. El falso sentido improvisatorio engarza con un refinado y controlado detallismo que llega a ser mareante. A base de líneas elipsoidales en los metales construye uno de los clímax conclusivos más impactantes de toda la discografía. Significativamente Haitink escoge el susurro de la celesta en lugar de la brillantez del glockenspiel. Naturalidad analógica de la toma sonora, insuperable por entonces (Philips, 1976). Atención: en la edición conmemorativa del director manejada aquí los canales estéreo están invertidos.









Lectura muy personal la de Giuseppe Sinopoli al frente de una virtuosa Philharmonia (DG, 1988). Puntillismo pictórico, mar agitado, cinemático, sin respetar que la excitación se eleve peu à peu como pedía Debussy.









Vientos beligerantes, metales estridentes, cuerdas turbulentas, timbales desquiciados… bienvenidos a la música contemporánea: Leonard Bernstein canta mientras pone en escena los diferentes estratos rítmicos y tímbricos; empuja, retiene, sustenta los tempi. Los miembros de la Orchestra dell’Accademia Nazionale di Santa Cecilia (DG, 1989) ponen todo su empeño en complacer a su ring master. La mezcla de micrófonos delira a tres pistas.









Sergiu Celibidache debía conocer que la construcción de un barco destinado al Mediterráneo (de olas cortas y rápidas) es sustancialmente diferente a la de un barco destinado al Atlántico (de ondas de gran amplitud y profundos senos). Y es que nunca ha sonado La mer más oceánica. El maestro rumano deliberadamente expone la supremacía de la textura tímbrica sobre el tempo, enfatizando cada brizna de espuma, cada belleza de la orquestación con ataques suaves, acentos aplacados, desdibujadas atmósferas, alternando turbulencia de colores y clímax salvajes en una cadencia sensual y suntuosa. La Münchner Philharmoniker (EMI, 1992) en un ataque alucinatorio de lirismo apasionado, esconde el drama insospechado bajo las interminables lineas legato. Melancolía, tristeza, gravedad, tiempo suspendido, sensación de obra sin finalizar, como las óleos pintados y repintados una y mil veces por Antonio López. Percusión escasamente audible como ejemplo de la búsqueda de equilibrio entre secciones instrumentales. Sensacional grabación, espacialmente envolvente, rotunda en los graves, con presencia casi táctil del misterio. Lo bello y lo siniestro.











En 1967 Pierre Boulez viajó por un mar glacial cuajado de icebergs; quizás la grabación (CBS) de la New Philharmonia Orchestra –cortante, de graves sumergidos– propicia esta percepción. Con casi treinta años más de experiencia, le capitain leva anclas con el mismo rumbo: Escrupuloso, analítico, deshumanizado orteguianamente: “Lo más importante en una obra maestra es quitarle el polvo”. La exactitud (rítmica, dinámica) siempre ha sido el rasgo característico de la Orquesta de Cleveland (DG, 1995); Boulez le añade su disciplina naval, su rigor lógico y lúcido, su refinada y flexible convicción. Precisión despiadada y astringente, clara en los detalles y en las corrientes subyacentes, fraseadas en largos impulsos, que se conjuga equilibradamente con la revelación en toda su frescura de las estructuras (quizá la mayor debilidad de la obra), dando sentido de continuidad gracias a la naturalidad y fluidez de las transiciones: ”La orquestación refleja no sólo ideas musicales, sino el tipo de escritura destinado a dar cuenta de ella”. La toma de sonido, de vasto rango dinámico, transparenta la partitura.









Alejado de la brumosidad a la maniera antiqua, Mariss Jansons nos presenta un mar oscuro como el oporto, de olas densas, inconteniblemente pesadas, de metronómica precisión, sin lugar para el rubato. Si maravillosa es la contribución de los vientos, no lo es menos la etérea aparición de un coro de voces blancas a cargo de los segundos violines en el tercer movimiento. La acústica del Concertgebouw es incomparablemente cálida, la amplitud espacial y riqueza de detalle arrebatadas a la Royal Orchestra en esta grabación en directo (RCO Live, 2007), soberbias.









Discovering Music on BBC Radio 3 considers the music and historical context in detail to Debussy’s La Mer. A must.